domingo, 6 de julio de 2008

Daodejing 8: el Yang dinámico

Vuelvo al capítulo octavo del Daodejing, una vez se han apartado por sí solas las hojas de los árboles (las palabras) que antes no me dejaban ver el bosque silencioso del Dao.

“Be water, my friend”; nunca pensé que le acabaría haciendo caso al histriónico Bruce Lee del anuncio de BMW, pero así es, aunque afortunadamente en otro sentido: ¿de qué otra forma podría entrar en el espíritu de lo que dice Laozi en este capítulo?

La perfección suprema es como el agua.
La perfección del agua beneficia a diez mil cosas y carece de disputa.

Reside en lugares que muchos desprecian, con lo que se compara con el Dao.

En el residir, la perfección es la tierra, en la mente la perfección es lo profundo, en el dar la perfección es la benevolencia,

En las palabras la perfección es la verdad, en el gobierno la perfección es aprovechar la fuerza,

En los asuntos la perfección es la capacidad, en la actividad la perfección es la oportunidad.

Sólo un maestro sin disputa es un ejemplo libre de error.


El carácter 水, shuǐ, “agua”, evoca la imagen de unas olas (según los caracteres antiguos, parecen olas de río más que marinas) y eso da una primera clave. Hay agua que fluye y agua estancada, arroyos cantarines y vastos lagos silenciosos. El agua es ante todo dúctil: inestable y huidiza pero también calma y remansada, según las circunstancias; de ahí que este capítulo se llame tradicionalmente “cambiar la naturaleza”, porque el agua demuestra una capacidad de transformación insólita, tanto de su entorno como de sí misma. Si se embalsa, mantiene bajo su apariencia tranquila una enorme energía potencial que sólo espera una apertura para precipitarse al vacío en un chorro poderoso; si se despeña, su impacto destroza maleza y quiebra peñascos, levantando nubes de vapor entre un estruendo fragoroso; si se le obliga a fluir encajonada entre paredes, es capaz de horadar poco a poco las rocas de aspecto más compacto. Pero además es en sí misma el elemento más mudable: si se congela, se solidifica y flota; si se evapora, desaparece de la vista o forma nubes en el cielo. Si se pone en un vaso y se le echa azúcar, se vuelve dulce; si se le echa sal, se pone salada; si se le echa mierda, acaba siendo mierdera; pero nunca espera, protesta, exige ni se lamenta por nada. Tiene todas las aplicaciones del mundo y todo lo acepta con ecuanimidad absoluta.

Por eso, porque no discrimina entre “bueno” y “malo”, “me gusta” y “no me gusta”, el agua beneficia a todas las cosas sin distinción, hasta el punto de ser el sustento y fundamento mismo de la vida tal como la conocemos en nuestro planeta azul. No compite con nadie ni sigue otro camino que el de su propia naturaleza; parece humilde cuando en realidad sólo está siendo natural, y cumple todas las perfecciones que enumera Laozi sin preocuparse ni ser siquiera consciente de ello. Reside lo más cerca del centro que puede, siguiendo siempre a ese imán profundo que es el núcleo de la Tierra, cuya atracción provee la fuerza para sus actividades; da a todos sin discriminar; es transparente en sus relaciones con las cosas; aporta un impulso que se puede aprovechar para realizar acciones rectas en este mundo de ilusión; tiene una ingente capacidad de actuar sobre el mundo en beneficio de la Fuerza de la Vida y está siempre dispuesta a responder y manifestarse de mil maneras oportunas según vayan cambiando las condiciones. Por todo ello es un modelo perfecto para el sabio del Dao en su interacción con el mundo.

En el fondo, el agua no tiene identidad ni tampoco preferencias más que una sola querencia natural: acercarse todo lo que pueda al núcleo de la Tierra –en sentido físico, pero también en otro daoísta: como principio masculino unido al principio femenino que le permite su expresión. Por eso busca siempre la profundidad con propósito singular e invariable; cualquier que sea el espacio vacío que se abra por debajo de donde está, se lanza a rellenarlo –no por horror al vacío, sino por amor al centro. Es un ejemplo de atracción total por la profundidad de la Tierra: llega todo lo profundo y todo lo cerca que ella le permite, y siempre está dispuesta a ir más al fondo si hay el más mínimo resquicio. Esa atracción mutua es una buena imagen de la interacción entre Yin y Yang que da lugar al gran Taiji del que habla el Huahujing:

Si sales en búsqueda del Gran Creador, volverás con las manos vacías. El origen del universo es en última instancia incognoscible, un gran río invisible que fluye eternamente a través de un fértil valle. Silencioso y no creado, crea todas las cosas. Todas las cosas nacen del reino sutil al mundo manifestado mediante la relación mística del Yin y el Yang. El dinámico río Yang empuja hacia delante, el tranquilo valle Yin es receptivo, y mediante su integración nacen las cosas a la existencia. A esto se lo conoce como el Gran Taiji.

El Taiji es la verdad integral del universo. Todo es un Taiji: tu cuerpo, el cuerpo cósmico, la forma, la apariencia, la sabiduría, la energía, las uniones de las personas, la dispersión del tiempo y de los lugares. Todo ello nace mediante la integración del Yin y el Yang, se mantiene y se dispersa sin la dirección de ningún creador. Tu creación, tu auto-transformación, la acumulación de energía y sabiduría, la disminución y el fin de tu cuerpo: todas estas cosas tienen su lugar por sí mismas sin la acción sutil del universo. Por ello, no hace falta ningún esfuerzo agitado. Simplemente sé consciente del Gran Taiji.

Un sabio indio decía que debemos desear la liberación igual que alguien que se ahoga con la cabeza bajo el agua busca salir a la superficie para tomar aire. El Daodejing es menos dramático, pero viene a sugerir lo mismo. Ahora, cuando contemplo el agua, siento que me invita a aplicarme al camino del Dao y Dharma con la misma intensidad y constancia con la que ella busca el corazón profundo de la Tierra porque, como afirma Laozi, en la mente la perfección es lo profundo, 心善淵, xīn shàn yuān, y en el Dharma del ser humano lo profundo no es otra cosa que esa mente-corazón (心, xīn) de Sengcan, la mente pura a la que llamamos nuestra naturaleza budista.

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