viernes, 27 de junio de 2008

Un camino, dos corazones III

Al principio de Camino con corazón, Jack Kornfield describe el revuelo que provocó cuando, recién llegado de Tailandia como monje rasurado y vestido con su túnica azafrán, fue a buscar a su hermana a un salón de belleza de Nueva York y se puso a meditar ante la incredulidad de unas clientas, similar aunque inconscientemente estrafalarias con sus toallas anudadas en la cabeza y las caras embadurnadas con mascarillas cosméticas: una estupefacción mutua que probablemente ilustra las dificultades a las que tuvo que enfrentarse a la hora de importar las enseñanzas del Dharma aprendidas en los bosques de Asia e integrarlas en la sociedad norteamericana del s. XX.

Me imagino que Kornfield empezaría a enseñar lleno de idealismo, pero en el transcurso de los años vería que su público simplemente no estaba preparado o dispuesto a aceptar lo que tenía que ofrecerles. Cuando eso ocurre, uno puede marchar adelante con el rugido del león, “y que me siga quien pueda” (hay casos, aunque probablemente pocos), o puede buscar una solución de compromiso, como parece que ocurrió aquí; en ese caso, ¿qué se ajusta a qué, el estilo de vida al Dharma o el Dharma al estilo de vida? La confesión citada en la entrada anterior (“la espiritualidad ha pasado a ocuparse más de quiénes somos que de cuál es el ideal que perseguimos”) ya deja entrever cuál de los dos polos prevaleció en ese conflicto. Es un caso claro de disonancia cognitiva: en aquellos casos en que las creencias de uno no encajan con sus acciones, al contrario de lo que nos gusta pensar, los humanos cambiamos antes de creencias que de acciones; tenemos una tendencia inveterada a justificarnos, simplemente porque somos nosotros y no podemos equivocarnos. Si enseño el Dharma y mi público no responde, sigo enseñando y cambio el Dharma, en vez de mantener el Dharma intacto y enviar a ese público a tomar aire. Pero toda solución de compromiso conlleva un sacrificio; en este caso, ¿cuánto del Dharma se ha sacrificado para que encaje con un estilo de vida predeterminado?

De ser eso cierto, me pregunto si esa escena cómica en la peluquería no ilustra sin querer una coincidencia nada casual: que el mismo recorrido de ida y vuelta, fundado en el desencanto ante el camino espiritual, que Kornfield le atribuye a su generación –y que podríamos esquematizar como fascinación inicial > inmersión en la práctica > choque con la realidad social del “American way of life” > ajuste a la baja de dianas y expectativas– es el que ha inspirado su particular versión del “Dharma americano”. Desde luego que hay cosas dignas de elogio en esa doble trayectoria: el joven Kornfield tuvo el mérito en su búsqueda de no andarse por las nubes sino basarse en la experiencia propia sin perderse en las junglas de la erudición intelectual ni de la obediencia ciega a ritos, dogmas y ceremonias; y su integración tiene la honradez de reconocer las dificultades y proponer una vía modesta y asequible, con los pies en la tierra, pegada a la realidad del aquí y ahora, donde la autoridad final es la experiencia de cada uno. Hasta ahí, nada que objetar.

Pero, si mi impresión es correcta, Kornfield realiza un quiebro ilegítimo al hacer las paces con la escasa predisposición de su público hacia el camino budista –algo cuyas causas y posibles soluciones nunca examina en profundidad. Se entiende perfectamente que ahora, en la síntesis de enseñanzas que ha elaborado en respuesta a esa contrariedad, les quiera ahorrar a sus estudiantes algunos de los tropiezos que él tuvo de joven y que por eso les quite importancia a los aspectos trascendentales del camino, tan propicios para inspirar fantasías místicas, y recalque en cambio sus dificultades inherentes para luego centrarse en desactivar el pesado equipaje psicológico que casi todos acarreamos. El problema –y para mí es un problemón– surge cuando pasa por alto la raíz de esa dificultad en las aparentes carencias de su público y la atribuye en cambio a la supuesta ineficacia del camino en sí. En la medida en que lo desvirtúa desde dentro, un voto de desconfianza de esta magnitud hacia el camino budista es una amenaza mucho más insidiosa y dañina que cualquier confabulación de talibanes que dinamiten las estatuas de Bamiyán o pretendan obliterar las enseñanzas de los infieles de la faz de la tierra.

En esa línea, uno de los rasgos desconcertantes de este libro es la ambigüedad sostenida de Kornfield sobre lo que enseña: ¿qué es: budismo tradicional, una espiritualidad genérica de validez universal o una nueva versión del Dharma que ha de reemplazar a las enseñanzas del Buda Sakyamuni? Aunque las raíces del autor son claramente budistas, esa pregunta nunca se contesta, por mucho que algunas afirmaciones del libro la planteen inevitablemente:

Hay dos tareas paralelas en la vida espiritual. Una es descubrir la ausencia de ego, la otra desarrollar un sano sentido del ego. Ambas facetas de esa aparente paradoja se tienen que cumplir para que despertemos.

La verdad, suena bonito pero lo encuentro sumamente cuestionable. Para empezar, ¿cómo sabe que es así? ¿Acaso ha despertado él y lo puede confirmar con su testimonio personal? Lo pregunto porque uno de los pilares del Dharma es lo que Buda llamó anatta: la inexistencia en último término de cualquier cosa que podamos considerar un “yo” o ego sustancial. Esa es una de las tres características de la existencia que identificó Buda, quien, por cierto, sí afirmó inequívocamente que había despertado, cosa que no hace Kornfield. ¿A quién le otorgamos más confianza? En mi caso, la respuesta es clara. ¿Qué sentido tiene entonces recomponer ese ego que el budismo descompone en sus elementos constituyentes, igual que la física del s. XX descubrió la discontinuidad de la materia? Quizá pueda parecer justificado en ocasiones desde un punto de vista mundano; pero ese no es el Dharma de Buda, que marcha en sentido diametralmente opuesto; si se altera esa enseñanza atendiendo a necesidades del momento, habría que reconocerlo y anunciarlo con sirenas y banderas, igual que se anuncian los desvíos por obras en las carreteras. Pretender recuperar así la idea del ego y restaurar su valía en el seno de un camino que está diseñado para experimentar su irrealidad me parece una contradicción insalvable, además de una empresa absurda; como si, en medio de una pesadilla, quisiéramos a la vez que se nos hiciese más llevadera y también despertar de ella, o como pisar el freno y el acelerador al mismo tiempo.

La (¿calculada?) ambigüedad de Kornfield sobre su grado de adhesión a las enseñanzas del Dharma en general se traduce en algunas licencias conceptuales concretas que le otorgan mucho espacio libre para arrimar el ascua a su sardina con casi total impunidad; tal es el caso, por ejemplo, de su recuperación del corazón como parte del camino, paso previo a su elevación a la categoría de piedra de toque y máxima autoridad para cada uno. Lo sorprendente, por lo que puedo ver, es que esa propuesta está basada en una interpretación incorrecta de una enseñanza absolutamente fundamental en el budismo:

Buda habló de cultivar la conciencia de cuatro aspectos fundamentales de la vida que llamó “los cuatro fundamentos de la atención”. Estas áreas de atención son: la conciencia del cuerpo y los sentidos, la conciencia del corazón y los sentimientos, la conciencia de la mente y los pensamientos, y la conciencia de los principios que gobiernan la vida.

El texto budista que trata de estos cuatro fundamentos es el conocido como Sutta Mahasatipatthana, pero en ningún momento habla del “corazón y los sentimientos” ni de los “principios que gobiernan la vida”; su contenido concierne más bien a lo que la psicología budista llama los skandhas y la psicología occidental, el proceso aferente –un asunto bastante técnico, relacionado con las respuestas fisiológicas y psicológicas del organismo ante los estímulos, que Kornfield desdibuja y difumina importando conceptos ajenos para crear un cuádruple esquema cuerpo-corazón-mente-espíritu muy del gusto de la psicología popular, pero sin base en el Dharma de Buda.

Esa asimilación subrepticia pero constante del budismo a la terapia y/o la espiritualidad genérica tiene dos consecuencias lamentables, más allá de su distorsión ilegítima de ciertos postulados básicos del Dharma. Primero, al reivindicar el corazón y los sentimientos, otorgándoles un nivel parejo a la autoridad de la experiencia o al argumento racional, Kornfield abre una caja de Pandora. Es cierto que hay una cara del sentimiento relacionada con los valores y emociones más nobles, como expone Don Juan; pero también existe la variante ñoña, que invoca la esfera privada como sacrosanta y es inasequible a razones. Para ella, el sentimiento es algo íntimo, de valor incuestionable precisamente porque es privado; como decía el héroe de una novela romántica, “lo que yo pienso, cualquiera puede pensarlo; sólo mi corazón es mío”. Ese individualismo sentimental le deja un enorme resquicio abierto al narcisismo, que es el mayor enemigo de la transformación que implica todo camino espiritual de verdad. Sabemos que la mente nos engaña (ver enlace al final); sabemos también que la verdad a veces duele, y que los engaños de la mente a menudo tienden a evitarnos el dolor de reconocer la verdad; pero la mente disfrazada de corazón y sentimientos (que no responden ante nada ni nadie más que sí mismos) posee una capacidad de engaño absolutamente devastadora.

Aparte de eso, la rebaja de una vía que busca una verdad íntima pero empírica y contrastable a la esfera de los sentimientos privados altera el sentido y desactiva el potencial esencial del camino budista, que es de transformación, no de reconciliación con lo mundano. Más allá de cualquier cuestión de rigor o propiedad intelectual, si una práctica budista se establece sobre estas bases tan equívocas, lo más probable es que pierda toda posibilidad de alcanzar el despertar tal como lo enseñó Buda –lo cual, claro está, reforzaría indirectamente la premisa de Kornfield, en el sentido de que ese despertar es algo lleno de grados y matices, en el fondo casi más metafórico que real, por lo cual es mejor no obsesionarse con él y seguir con su combinación de enseñanzas tradicionales y terapéuticas ajustadas al estándar indiscutible e indiscutido de nuestra vida particular, quod erat demonstrandum.

http://www.nytimes.com/2008/06/27/opinion/27aamodt.
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