martes, 17 de junio de 2008

Un camino, dos corazones I

Vuelvo a leer, unos cuantos años después de haberlo hecho por primera vez, el libro de Jack Kornfield llamado Camino con corazón. El título procede de un pasaje de Las enseñanzas de don Juan, ese relato que mezcla en proporciones desconocidas el estudio antropológico y la ficción: “Examina cada camino de cerca y con deliberación. Pruébalo todas las veces que te parezca necesario. Entonces hazte a ti mismo, y sólo a ti mismo, una pregunta. Esta es una pregunta que sólo un hombre muy viejo se hace. Mi benefactor me habló de ella una vez cuando yo era joven y mi sangre era demasiado vigorosa para que lo entendiera. Ahora la entiendo. Te diré lo que es: ¿Tiene corazón este camino? Si lo tiene, el camino es bueno. Si no, no sirve de nada.”

Recuerdo que la propuesta de budismo amable del Camino con corazón me agradó en su momento, y tenía curiosidad por contrastar esa impresión a la luz del paso del tiempo y del camino que yo mismo he emprendido desde entonces. Para empezar, se podrían decir muchas cosas buenas de este libro, pues aborda cuestiones importantes y alerta de riesgos comunes en una prosa de fácil lectura, todo ello sin ser dogmático y manteniendo los pies en la tierra con una sensatez muy bienvenida en estas cuestiones, donde no suele imperar el sentido común. Si a eso le añadimos que sus ideas están fundamentadas en la experiencia de primera mano de alguien que se ha tomado la molestia de acudir a las fuentes para aprender y practicar el budismo (en su caso, Tailandia) y que luego ha trabajado largos años para importarlo e integrarlo en su comunidad, haciéndolo accesible a miles de personas, debería merecer una aprobación entusiasta.

Y, sin embargo... A medida que avanzo en la lectura no puedo evitar sentir cierta desazón. A veces es un pasaje algo almibarado que me hace preguntarme, casi con vergüenza, cómo me pudo gustar eso (o por lo menos cómo no me disgustó lo suficiente como para acordarme de ello); pero más a menudo lo que me hace detenerme y releer con incredulidad son afirmaciones aparentemente inofensivas, envueltas en un estilo muy suave y considerado, que a mi entender van sutil pero directamente en contra de lo que el mismo Buda Sakyamuni proclamó en su día. No soy nada partidario de la adoración ciega a las palabras de los maestros, pero si tengo que escoger entre Kornfield y Buda... no hay color.

Así sigo hasta que encuentro, muy bien escondida (en la página 310 de un texto de 339), la “confesión” que aclara nítidamente algo que yo mismo no acertaba a definir del todo: tiene que ver con el ambiente en el que el autor inició su búsqueda, lo que explica tanto la deriva del budismo en los EE.UU. como la solución que el propio Kornfield ha adoptado como maestro en activo. En vista de que tantas cosas que surgen al otro lado del charco acaban llegando aquí, aunque sea con retraso (justificado en este caso por la llegada más tardía del Dharma a Europa), quizá haya quien pueda extraer algunas lecciones válidas del caso para adelantarse a los acontecimientos o prevenir sus consecuencias indeseables por estos pagos, si es que no han ocurrido ya. El pasaje en cuestión dice así:

Cuando la espiritualidad oriental empezó a ser popular en los Estados Unidos en los años ´60 y ´70, al principio su práctica era idealista y romántica. La gente intentaba usar la espiritualidad para “colocarse” y experimentar estados de conciencia extraordinarios. Había una creencia generalizada de que existían gurús perfectos y enseñanzas completas y maravillosas que, en caso de seguirse, nos llevarían a la plena iluminación y cambiarían el mundo. Esas eran las cualidades imitativas y egocéntricas a las que Chogyam Trungpa llamó “materialismo espiritual”. Al cumplir con los rituales, los hábitos y la filosofía de las tradiciones espirituales, la gente intentaba escapar de su vida normal y convertirse en seres más espirituales.

Después de unos pocos años a la mayoría de la gente nos quedó claro que estar “colocado” no iba a durar para siempre y que la espiritualidad no tenía que ver con abandonar nuestra vida para encontrar otra existencia en un plano exaltado y lleno de luz. Descubrimos que la transformación de la conciencia requiere mucha más práctica y disciplina de la que pensábamos al principio. Empezamos a ver que el camino espiritual requería de nosotros más de lo que parecía ofrecernos. La gente empezó a despertarse de sus visiones románticas de la práctica y a tomar conciencia de que la espiritualidad exige afrontar de manera franca y valiente las situaciones de nuestra vida real, nuestra familia y nuestros orígenes, nuestro lugar en la sociedad circundante. Tanto individual como colectivamente, empezamos a abandonar, gracias a nuestra mayor conciencia y a la decepción de la experiencia, la noción idealista de la vida y la comunidad espiritual como forma de escapar del mundo para salvarnos nosotros mismos.

Para muchos de nosotros, esa transición se ha convertido en el cimiento de una labor espiritual integrada más a fondo y más sabia, una labor que incluye las relaciones rectas, la recta manera de ganarse la vida, el habla recta y las dimensiones éticas de la vida espiritual. Este trabajo ha exigido que dejáramos de dividir la realidad en compartimentos y comprendiéramos que, sea lo que sea lo que intentamos mantener oculto o evitar, antes o después hay que incluirlo en nuestro trabajo espiritual; nada se puede dejar atrás. La espiritualidad ha pasado a ocuparse más de quiénes somos que de cuál es el ideal que perseguimos. La espiritualidad ha pasado de ir a la India, el Tíbet o el Machu Picchu a volver a casa. (310)

Es, desde luego, una confesión impecable por su claridad y honradez, que refleja el entusiasmo pero también la tremenda ingenuidad de muchos jóvenes de la época. Dejo de lado ahora cómo puede Kornfield considerar que fuese idealista y romántico “usar la espiritualidad para colocarse”, tal como él mismo lo describe, para centrarme en el meollo de su argumento, que tiene varias facetas: la motivación errónea de una búsqueda espiritual como diversión y huida, el fracaso del proyecto escapista al chocar con la realidad del entorno social, y la aceptación e integración de las realidades y responsabilidades personales que se pretendieron evadir en su día.

Tal es, a grandes rasgos, su proyecto; pero tengo para mí que se trata de un proyecto circular, que en el fondo no ha salido de la esfera del ego ni ha logrado despegar de su órbita. Que la búsqueda espiritual de estos hijos de los ´60 estuviera viciada en su inicio por una motivación errónea no invalida en absoluto el destino del viaje; en realidad, es completamente irrelevante respecto de su mérito intrínseco. En esas circunstancias, una vez tomada conciencia de los errores del pasado, lo lógico habría sido cambiar el combustible por uno más natural y correcto y entonces emprender ese viaje de nuevo desde el principio. Y aquí me parece que está la trampa: que Kornfield desiste tácitamente del destino del camino budista –que se aleja del ego y lo personal– y lo sustituye por un ajuste a la realidad social entroncado con la “resaca” de los años hippies y con las numerosas decepciones respecto de la práctica espiritual que la ingenuidad prístina de su generación hizo casi inevitables.

No veo problema alguno con el enfoque amable y gradual de Kornfield, que tanto atiende a las vicisitudes y dificultades personales de cada cual. También en el Dharma hay sitio para eso; ¿cómo no iba a haberlo, si trata del ser humano? El problema está en que en ningún momento reconoce que el camino que describe, que podríamos llamar paliativo, es sólo uno de los posibles; no mencionar que hay una alternativa de curación total empobrece el Dharma y lo acaba por desvirtuar a ojos de sus lectores. El hecho de que sea un supuesto maestro budista quien lo pasa por alto no es precisamente una circunstancia atenuante.

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