sábado, 15 de noviembre de 2008

Govinda, Rilke y los ciervos


Cuando leo pasajes como los anteriores, escritos hace ya casi medio siglo, antes de la gran explosión del budismo en Occidente, no puedo evitar pensar en cómo ha pasado el tiempo -la impermanencia de las cosas (anicca). Qué pena que casi no queden voces tan originales, lúcidas y sobrias como la de este lama, versado en modelos tan aparentemente dispares como el Theravada y el Vajrayana... Qué pena la comercialización de este noble camino, que distorsiona la percepción de su raíz, su transcurso y sus pretendidas recompensas al premiar y promover lo que más “vende”... Qué pena que haya tan pocos supuestos maestros que hayan bebido e integrado más de una fuente del Dharma y sean capaces de reconocer la unidad inmanente del budismo, en vez de albergar la convicción ignorante de que su escuela es mejor que las de sus otros hermanos en el Dharma. Y, a la vez, tampoco puedo dejar de sentir: Qué bien que haya habido alguien capaz de reunir todas estas virtudes en su persona. Si ya ha ocurrido una vez, ¿por qué no iba a hacerlo de nuevo? Ése es sin duda el mayor aliciente de leer a estos viejos maestros, autores de obras muy superiores a los bestsellers espirituales (incluso budistas) de hoy en día, impulsados por una motivación impecable.

La siguiente viñeta, debida a un traductor de la obra de Rilke, nos ofrece un vislumbre muy cercano del mundo de Lama Govinda –cómo fue él y cómo influyó a los que le rodeaban:

“A mediados de noviembre, cuando casi había concluido esta traducción (los Sonetos a Orfeo de Rilke), me presentaron al gran erudito budista de origen alemán Lama Govinda. Durante mucho tiempo había tenido ganas de preguntarle por su extraña conexión con Novalis; y ahora, pensando en Orfeo, tenía esperanzas de llega a entender íntimamente el poder mántrico del lenguaje: su capacidad, literal y simbólica, de (con)mover a los animales, las rocas, los árboles.

“Al final, nos pasamos la mayor parte del tiempo hablando sobre Rilke. Me conmovió que alguien que había pasado gran parte de su vida en el Tíbet, inmerso en el silencio, pudiera sentir tal reverencia por las palabras de un poeta (…). Era un hombre de baja estatura, bien cumplidos los ochenta años, muy frágil y muy atento en su silla de ruedas; con su chaqueta de seda china de color amarillo brillante, su túnica tibetana de color rojo oscuro y su acento alemán, parecía la encarnación de la armonía intercultural en persona. La mayor parte de nuestra conversación se la pasó con un gran gato tumbado dormitando en su regazo, con la pata derecha extendida sobre su brazo izquierdo en un gesto de indulgencia extrema.

“Lama Govinda murió el 14 de enero y se me pidió que leyera el Soneto II, 29 en su funeral. Nunca había pensado que fuera un poema sobre la muerte. Pero también lo es. Adelantado a toda despedida. Muchos amigos y estudiantes habían acudido para decirle adiós y después de la ceremonia se nos invitó a todos a que hiciéramos una ofrenda de incienso. En el altar, junto al cuenco de incienso, descansaba una foto suya reciente, con los ojos chispeantes de humor. Parecía estar disfrutando de todo el follón.

“Mientras leía, sintiendo cómo el poema se expandía más allá del amor que le tengo hacia la oscuridad de la sala de meditación –primero con la música densa y sutilmente hermosa de Rilke, luego con los ritmos más sueltos y las rimas asonantes de mi inglés americano– percibí una atención inusualmente profunda entre el público. Después, Vicki Chang y yo nos quedamos un rato en el aparcamiento de la granja del centro Zen. Había un cielo despejado y lleno de estrellas y el viento soplaba por entre los eucaliptos. Le pregunté cuál había sido la calidad de esa atención. Ella contestó: 'Estaban escuchando como ciervos en el bosque. Como si sus vidas dependieran de ello'”.

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