La lectura reciente de algunos libros sobre neurociencia me ha vuelto a
despertar la emoción del descubrimiento y ha supuesto un refuerzo inesperado aunque
naturalmente bienvenido de varias enseñanzas que recibí de Shanjian. Ahora entiendo
mejor la frase de Einstein: La más bella y profunda emoción que
nos es dado sentir es la sensación de lo místico. Ella es la que genera toda
verdadera ciencia. El hombre que desconoce esa emoción, que es incapaz de
maravillarse y sentir el encanto y el asombro, está prácticamente muerto. ¡Ojalá
todas las sorpresas fuesen así!
Tampoco es que me tome la ciencia como dogma de fe, y por desgracia me
falta formación para adentrarme en estas cuestiones y analizarlas más allá de
la pura divulgación que hacen otros, de manera que en este campo me veo
reducido a la indeseable condición de comer la comida que otros han masticado
por mí. Aún así, detecto correspondencias alentadoras entre las piezas del
rompecabezas que intentan componer los neurólogos y las que manejo en el
Dharma: algunos encajes parecen firmes, otros están meramente adumbrados. Para
mí todo esto tiene un enorme interés; la verdad es que lo encuentro fascinante.
A eso se le añade que varios de estos avances se están realizando en el
campo de la percepción visual, que fue también el campo de investigación de
Shanjian con Leon Festinger en Nueva York y que más adelante le proporcionó una
vía de acceso al Dharma. Recibo como una especie de regalo que eso mismo sea el
área de interés preferente en estos estudios, pues me permite captar más a
fondo cómo y por qué aquel psicólogo-biólogo hippie de los años 70 empezó a convertirse en el consumado maestro
del Dharma que conocí treinta años después.
Uno de los efectos colaterales de estos hallazgos para mí es que reivindican
cuál es el espíritu que considero propio del Dharma: algo íntimamente ligado a
la investigación, la curiosidad y al esfuerzo compartido entre pares, alejado
por igual de los lugares comunes de las terapias para sentirse mejor y de las pías
monsergas religiosas; una manera de acercarnos lo más posible a experimentar “lo
que hay”, sea lo que sea. Por eso su foco no está en nosotros y lo que nos pasa,
sino más allá: es una respuesta vital a la eterna pregunta de “¿Qué co** está
pasando aquí?”.
Como deja claro Oliver Sacks en varios momentos de su autobiografía En movimiento, eso
que llamamos la “realidad” es algo que no es tan “real” sino una composición
artificial de la mente (los subrayados son míos):
Los dos [Richard Gregory y Oliver Sacks]
sentíamos un especial interés por el sistema visual del cerebro y por cómo
nuestra capacidad de reconocimiento visual podía verse socavada por una lesión
o enfermedad, o engañada por ilusiones visuales. Estaba convencido de que las
percepciones no eran simples reproducciones de los datos sensoriales
procedentes del ojo o el oído, sino que el cerebro tenía que “construirlas”, y
que en esa construcción debían colaborar muchos subsistemas del cerebro, con
la ayuda constante de la memoria, la probabilidad y la expectativa.
Durante una larga y productiva carrera,
Richard demostró que las ilusiones visuales resultaban fundamentales a la hora
de comprender todo tipo de funciones neurológicas. El juego era fundamental
para él, ya fuera como juego intelectual (siempre tenía un juego de palabras en
la punta de la lengua) o como método científico. Su idea era que el cerebro
jugaba con ideas, que lo que llamamos percepciones eran en realidad “hipótesis
perceptivas” que el cerebro construía y con las que jugaba
Así se entiende mejor por qué a los adultos nos encandila la magia y en
cambio a los niños pequeños no tanto: ellos no tienen suficiente experiencia
del mundo como para calcular probabilidades y generar expectativas; para ellos,
casi todo es mágico.
Para nosotros, en cambio, el encanto de la magia es que nos
sorprende al desbaratar nuestras expectativas: vemos una mano, un vaso o una
chistera vacía, y de repente, sin darnos cuenta de cómo o por qué, de ahí salen
una paloma, una moneda o un pañuelo. Eso nunca es así en la realidad
convencional. El deleite de la magia está en el shock de la expectativa frustrada, en el “cambiazo” presentado de
forma hábil o incluso poética.
Shunryu Suzuki decía que en la mente del principiante hay muchas posibilidades, pero en la del experto hay pocas. Por eso nos encanta la magia: aunque sepamos que hay truco, si está bien hecha subvierte nuestros cálculos y expectativas, fraguados durante años de vida adulta, sobre cómo funciona el mundo y nos devuelve, aunque solo sea unos instantes, a una “infancia neuronal” llena de posibilidades insospechadas,
Shunryu Suzuki decía que en la mente del principiante hay muchas posibilidades, pero en la del experto hay pocas. Por eso nos encanta la magia: aunque sepamos que hay truco, si está bien hecha subvierte nuestros cálculos y expectativas, fraguados durante años de vida adulta, sobre cómo funciona el mundo y nos devuelve, aunque solo sea unos instantes, a una “infancia neuronal” llena de posibilidades insospechadas,
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