miércoles, 3 de febrero de 2016

Dharma y neurociencia



La lectura reciente de algunos libros sobre neurociencia me ha vuelto a despertar la emoción del descubrimiento y ha supuesto un refuerzo inesperado aunque naturalmente bienvenido de varias enseñanzas que recibí de Shanjian. Ahora entiendo mejor la frase de Einstein: La más bella y profunda emoción que nos es dado sentir es la sensación de lo místico. Ella es la que genera toda verdadera ciencia. El hombre que desconoce esa emoción, que es incapaz de maravillarse y sentir el encanto y el asombro, está prácticamente muerto. ¡Ojalá todas las sorpresas fuesen así!

Tampoco es que me tome la ciencia como dogma de fe, y por desgracia me falta formación para adentrarme en estas cuestiones y analizarlas más allá de la pura divulgación que hacen otros, de manera que en este campo me veo reducido a la indeseable condición de comer la comida que otros han masticado por mí. Aún así, detecto correspondencias alentadoras entre las piezas del rompecabezas que intentan componer los neurólogos y las que manejo en el Dharma: algunos encajes parecen firmes, otros están meramente adumbrados. Para mí todo esto tiene un enorme interés; la verdad es que lo encuentro fascinante.

A eso se le añade que varios de estos avances se están realizando en el campo de la percepción visual, que fue también el campo de investigación de Shanjian con Leon Festinger en Nueva York y que más adelante le proporcionó una vía de acceso al Dharma. Recibo como una especie de regalo que eso mismo sea el área de interés preferente en estos estudios, pues me permite captar más a fondo cómo y por qué aquel psicólogo-biólogo hippie de los años 70 empezó a convertirse en el consumado maestro del Dharma que conocí treinta años después.

Uno de los efectos colaterales de estos hallazgos para mí es que reivindican cuál es el espíritu que considero propio del Dharma: algo íntimamente ligado a la investigación, la curiosidad y al esfuerzo compartido entre pares, alejado por igual de los lugares comunes de las terapias para sentirse mejor y de las pías monsergas religiosas; una manera de acercarnos lo más posible a experimentar “lo que hay”, sea lo que sea. Por eso su foco no está en nosotros y lo que nos pasa, sino más allá: es una respuesta vital a la eterna pregunta de “¿Qué co** está pasando aquí?”.

Como deja claro Oliver Sacks en varios momentos de su autobiografía En movimiento, eso que llamamos la “realidad” es algo que no es tan “real” sino una composición artificial de la mente (los subrayados son míos):

Los dos [Richard Gregory y Oliver Sacks] sentíamos un especial interés por el sistema visual del cerebro y por cómo nuestra capacidad de reconocimiento visual podía verse socavada por una lesión o enfermedad, o engañada por ilusiones visuales. Estaba convencido de que las percepciones no eran simples reproducciones de los datos sensoriales procedentes del ojo o el oído, sino que el cerebro tenía que “construirlas”, y que en esa construcción debían colaborar muchos subsistemas del cerebro, con la ayuda constante de la memoria, la probabilidad y la expectativa.
Durante una larga y productiva carrera, Richard demostró que las ilusiones visuales resultaban fundamentales a la hora de comprender todo tipo de funciones neurológicas. El juego era fundamental para él, ya fuera como juego intelectual (siempre tenía un juego de palabras en la punta de la lengua) o como método científico. Su idea era que el cerebro jugaba con ideas, que lo que llamamos percepciones eran en realidad “hipótesis perceptivas” que el cerebro construía y con las que jugaba

Así se entiende mejor por qué a los adultos nos encandila la magia y en cambio a los niños pequeños no tanto: ellos no tienen suficiente experiencia del mundo como para calcular probabilidades y generar expectativas; para ellos, casi todo es mágico. 

Para nosotros, en cambio, el encanto de la magia es que nos sorprende al desbaratar nuestras expectativas: vemos una mano, un vaso o una chistera vacía, y de repente, sin darnos cuenta de cómo o por qué, de ahí salen una paloma, una moneda o un pañuelo. Eso nunca es así en la realidad convencional. El deleite de la magia está en el shock de la expectativa frustrada, en el “cambiazo” presentado de forma hábil o incluso poética.

Shunryu Suzuki decía que en la mente del principiante hay muchas posibilidades, pero en la del experto hay pocas. Por eso nos encanta la magia: aunque sepamos que hay truco, si está bien hecha subvierte nuestros cálculos y expectativas, fraguados durante años de vida adulta, sobre cómo funciona el mundo y nos devuelve, aunque solo sea unos instantes, a una infancia neuronal” llena de posibilidades insospechadas,

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