El hecho de que todas nuestras percepciones estén
“construidas” a base de elementos dispares implica que ellas tampoco tienen una
sustancia intrínseca –es decir, están sujetas a la misma vacuidad que la noción
budista de anatta atribuye a los
fenómenos del mundo externo. No hay correspondencia
entre lo que hay “ahí fuera” de verdad y lo que nuestros sentidos nos presentan
como representación de eso que está “ahí fuera”. Todo es ficción. No captamos
ninguna naturaleza intrínseca mediante los sentidos; lo que llamamos “realidad”
ya es una realidad virtual, por mucho que la compartamos con los demás en una
suerte de espejismo colectivo. Hay que recordar que los humanos somos únicos
entre los seres vivos en que tardamos en torno a 18 años, según cuál sea el
país y sus leyes, en alcanzar la edad adulta desde que nacemos. ¿Cuánto de ese
periodo se dedica a educación desinteresada y cuánto a lo que podría considerarse
“formateado”? En otras palabras, ¿qué proporción de nuestra percepción del
mundo es natural y cuánta es cultural?
Dejando de lado estas cuestiones por el momento, es
evidente que esa representación mental-sensorial construida es práctica para la
supervivencia pero su valor como verdad es relativo: es mapa y no territorio.
Su aspecto varía de una especie a otra, según las necesidades evolutivas de
cada cual. Por ejemplo, los humanos no vemos el mundo igual que una mosca o un
camaleón, porque los ojos de cada uno son diferentes y nuestras necesidades
vitales también.
Pero hay más: si todas nuestras percepciones se forman
a base de elementos dispares que se combinan entre sí, tampoco son permanentes –es
decir, están sujetas a la misma transitoriedad que la noción budista de anicca atribuye a los fenómenos del
mundo externo. Como dijo Buda, y además confirma el sentido común, todo lo que
tiene naturaleza de surgir tiene naturaleza de perecer (yam kinci samudaya dhammam sabbam tam nirodha dhammam). Según este
modelo, en vez de percibir un mundo sólido y estable a través de los sentidos
como quien se asoma por la ventana para contemplar el paisaje, lo que
percibimos es más bien un caleidoscopio interno constantemente renovado por
nuestro cerebro de acuerdo con los estímulos que los sentidos captan del
aparente exterior y los patrones organizadores de la propia mente y memoria.
La práctica del Dharma revela esta cualidad
discontinua básica del samsara que normalmente
percibimos como algo continuo a través de los cinco sentidos y la mente. Esa
práctica nos acerca todo lo que es humanamente posible a experimentar de
primera mano la fuente común de toda experiencia. El sabor del Dharma es
analítico, desde luego, pero no en sentido intelectual sino en el etimológico
de “análisis”, que es soltar o liberar –como si disolviéramos las cadenas
mentales que mantienen vinculados con eslabones falsos los componentes de
nuestra experiencia y los captáramos sueltos, tal cual son.
Estas unidades básicas son lo que el Dharma llama “momentos
de la mente”. La autobiografía de Oliver Sacks recoge esta idea como algo que
la neurociencia está contemplando como hipótesis. Los investigadores que cita a
continuación mencionan el budismo en alguna ocasión, así que no está claro si han
llegado a este modelo de forma independiente o por el contrario lo han tomado
prestado del Dharma, que por suerte para ellos no cobra derechos de autor (los
subrayados son míos):
De repente me había puesto a pensar en el
tiempo: el tiempo y la percepción, el tiempo y la conciencia, el tiempo y la
memoria, el tiempo y la música, el tiempo y el movimiento. En concreto, había
vuelto a la cuestión de si el paso aparentemente continuo del tiempo y el
movimiento que nos indican nuestros ojos era una ilusión, de si nuestra
experiencia visual consistía, de hecho, en una serie de “momentos” intemporales
que luego quedaban soldados mediante algún mecanismo superior del cerebro.
Comencé a remitirme de nuevo a las secuencias “cinematográficas” de imágenes
fijas que me habían descrito los pacientes con migraña, y que yo había
experimentado en alguna ocasión. (...)
Cuando le mencioné a Ralph [Siegel] que
había comenzado a escribir acerca de todo eso, me dijo: “Tienes que leer el
último artículo de Crick y Koch. En él proponen que la conciencia visual
consiste realmente en una secuencia de “instantáneas”, que es la misma idea
que tú manejas”
Es interesante contrastar este ambiente de efervescencia y cooperación
en la búsqueda de una verdad común que en ocasiones se da en la investigación
científica con el panorama que ofrecen las relaciones entre distintas escuelas
budistas de hoy. ¿Hay lugar para colaborar en algo más allá de procurarse ventajas
legales o materiales? ¿Queda algún vestigio de la búsqueda de una verdad, o
incluso de una experiencia compartida como es el despertar que le da nombre al
budismo?
Que las experiencias que ocurren en la meditación se comparen
con las que derivan de una dolencia física no debe asustarnos ni sorprendernos:
ambas son modalidades que se alejan de lo habitual, aunque en sentidos opuestos.
La comprensión de cómo funciona correctamente algo se beneficia mucho de analizar
qué ocurre cuando funciona incorrectamente, como en este caso el sentido de la
vista durante las migrañas. Sería muy interesante que estos neurocientíficos complementaran
sus pesquisas probando por ejemplo a practicar la vipassana; quizá eso cambiaría cómo entienden el mecanismo de la
vista.
La paradoja es que mediante el uso de técnicas
artificiales (pues los diversos métodos de meditación no son otra cosa), el
sistema de cuerpo-mente humano puede regresar a la naturalidad perdida. Eso es
lo que algunos maestros llaman la “meditación natural” –un concepto que da aparente
cobertura a incautos y pícaros para rechazar cualquier técnica formal de
meditación con la excusa de que no es natural. Sin embargo, de esa actitud solo se pueden esperar
resultados similares a ponerle a un principiante frente al piano y pedirle que
se convierta en otro Rubinstein sin practicar escalas, acordes o arpegios. Nos guste o no, salvo en casos aislados y extraordinarios el camino a lo natural pasa por lo artificial –cosa que, otra vez gracias a la etimología, podemos entender de forma más amable como “hecho con arte”. La meditación no es algo de plástico y lleno de aditivos, que es lo que se entiende por artificial hoy día. Al contrario, es un arte, y los meditadores son artistas cuyo material es la energía misma que subyace en toda experiencia humana.
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