lunes, 8 de febrero de 2016

Dharma y neurociencia (2)



El hecho de que todas nuestras percepciones estén “construidas” a base de elementos dispares implica que ellas tampoco tienen una sustancia intrínseca –es decir, están sujetas a la misma vacuidad que la noción budista de anatta atribuye a los fenómenos del mundo externo. No hay correspondencia entre lo que hay “ahí fuera” de verdad y lo que nuestros sentidos nos presentan como representación de eso que está “ahí fuera”. Todo es ficción. No captamos ninguna naturaleza intrínseca mediante los sentidos; lo que llamamos “realidad” ya es una realidad virtual, por mucho que la compartamos con los demás en una suerte de espejismo colectivo. Hay que recordar que los humanos somos únicos entre los seres vivos en que tardamos en torno a 18 años, según cuál sea el país y sus leyes, en alcanzar la edad adulta desde que nacemos. ¿Cuánto de ese periodo se dedica a educación desinteresada y cuánto a lo que podría considerarse “formateado”? En otras palabras, ¿qué proporción de nuestra percepción del mundo es natural y cuánta es cultural? 

Dejando de lado estas cuestiones por el momento, es evidente que esa representación mental-sensorial construida es práctica para la supervivencia pero su valor como verdad es relativo: es mapa y no territorio. Su aspecto varía de una especie a otra, según las necesidades evolutivas de cada cual. Por ejemplo, los humanos no vemos el mundo igual que una mosca o un camaleón, porque los ojos de cada uno son diferentes y nuestras necesidades vitales también.

Pero hay más: si todas nuestras percepciones se forman a base de elementos dispares que se combinan entre sí, tampoco son permanentes –es decir, están sujetas a la misma transitoriedad que la noción budista de anicca atribuye a los fenómenos del mundo externo. Como dijo Buda, y además confirma el sentido común, todo lo que tiene naturaleza de surgir tiene naturaleza de perecer (yam kinci samudaya dhammam sabbam tam nirodha dhammam). Según este modelo, en vez de percibir un mundo sólido y estable a través de los sentidos como quien se asoma por la ventana para contemplar el paisaje, lo que percibimos es más bien un caleidoscopio interno constantemente renovado por nuestro cerebro de acuerdo con los estímulos que los sentidos captan del aparente exterior y los patrones organizadores de la propia mente y memoria.

La práctica del Dharma revela esta cualidad discontinua básica del samsara que normalmente percibimos como algo continuo a través de los cinco sentidos y la mente. Esa práctica nos acerca todo lo que es humanamente posible a experimentar de primera mano la fuente común de toda experiencia. El sabor del Dharma es analítico, desde luego, pero no en sentido intelectual sino en el etimológico de “análisis”, que es soltar o liberar –como si disolviéramos las cadenas mentales que mantienen vinculados con eslabones falsos los componentes de nuestra experiencia y los captáramos sueltos, tal cual son.

Estas unidades básicas son lo que el Dharma llama “momentos de la mente”. La autobiografía de Oliver Sacks recoge esta idea como algo que la neurociencia está contemplando como hipótesis. Los investigadores que cita a continuación mencionan el budismo en alguna ocasión, así que no está claro si han llegado a este modelo de forma independiente o por el contrario lo han tomado prestado del Dharma, que por suerte para ellos no cobra derechos de autor (los subrayados son míos):

De repente me había puesto a pensar en el tiempo: el tiempo y la percepción, el tiempo y la conciencia, el tiempo y la memoria, el tiempo y la música, el tiempo y el movimiento. En concreto, había vuelto a la cuestión de si el paso aparentemente continuo del tiempo y el movimiento que nos indican nuestros ojos era una ilusión, de si nuestra experiencia visual consistía, de hecho, en una serie de “momentos” intemporales que luego quedaban soldados mediante algún mecanismo superior del cerebro. Comencé a remitirme de nuevo a las secuencias “cinematográficas” de imágenes fijas que me habían descrito los pacientes con migraña, y que yo había experimentado en alguna ocasión. (...)

Cuando le mencioné a Ralph [Siegel] que había comenzado a escribir acerca de todo eso, me dijo: “Tienes que leer el último artículo de Crick y Koch. En él proponen que la conciencia visual consiste realmente en una secuencia de “instantáneas”, que es la misma idea que tú manejas”

Es interesante contrastar este ambiente de efervescencia y cooperación en la búsqueda de una verdad común que en ocasiones se da en la investigación científica con el panorama que ofrecen las relaciones entre distintas escuelas budistas de hoy. ¿Hay lugar para colaborar en algo más allá de procurarse ventajas legales o materiales? ¿Queda algún vestigio de la búsqueda de una verdad, o incluso de una experiencia compartida como es el despertar que le da nombre al budismo? 

Que las experiencias que ocurren en la meditación se comparen con las que derivan de una dolencia física no debe asustarnos ni sorprendernos: ambas son modalidades que se alejan de lo habitual, aunque en sentidos opuestos. La comprensión de cómo funciona correctamente algo se beneficia mucho de analizar qué ocurre cuando funciona incorrectamente, como en este caso el sentido de la vista durante las migrañas. Sería muy interesante que estos neurocientíficos complementaran sus pesquisas probando por ejemplo a practicar la vipassana; quizá eso cambiaría cómo entienden el mecanismo de la vista. 

La paradoja es que mediante el uso de técnicas artificiales (pues los diversos métodos de meditación no son otra cosa), el sistema de cuerpo-mente humano puede regresar a la naturalidad perdida. Eso es lo que algunos maestros llaman la “meditación natural” –un concepto que da aparente cobertura a incautos y pícaros para rechazar cualquier técnica formal de meditación con la excusa de que no es natural. Sin embargo, de esa actitud solo se pueden esperar resultados similares a ponerle a un principiante frente al piano y pedirle que se convierta en otro Rubinstein sin practicar escalas, acordes o arpegios. Nos guste o no, salvo en casos aislados y extraordinarios el camino a lo natural pasa por lo artificial –cosa que, otra vez gracias a la etimología, podemos entender de forma más amable como hecho con arte”. La meditación no es algo de plástico y lleno de aditivos, que es lo que se entiende por artificial hoy día. Al contrario, es un arte, y los meditadores son artistas cuyo material es la energía misma que subyace en toda experiencia humana.

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