lunes, 5 de diciembre de 2011

Enganchados a las "opionones"


Karl Marx dijo en su día que la religión es el opio del pueblo, pero eso fue hace siglo y medio y el mundo ha cambiado una barbaridad desde entonces.

Hoy, sobre todo en la red pero también en casi cualquier rincón donde la gente se junta para conversar, a veces da la impresión de que son las opiniones las que han tomado el relevo. Es un narcótico que nunca deja de chocarme; parece tan predecible, superfluo y estéril… aunque nadie lo diría, vista la fruición con que se consume.

¿Qué valen las opiniones? Muy poco, en realidad, y bastante menos que el opio en todo caso. Como se dice vulgarmente, son como el ojo del culo: cada uno tiene el suyo.

Pero el problema no son tanto las opiniones en sí, que al fin y al cabo son algo casi tan inevitable como el comer y el cagar, sino el abuso que se hace de ellas, convirtiéndolas en extensiones de uno mismo y predicándolas con la pasión del converso. ¡Con qué vehemencia se llegan a enarbolar! Se diría que a algunos les va la vida en imponer las suyas o al menos causar sensación cada vez que las lanzan al ruedo como si fueran toros bravos o gallos de pelea. Ahí hay mucho más en juego que el mero intercambio de información; tras la fachada de una conversación civilizada en apariencia se pueden desatar auténticas maniobras de autopromoción, con posible rebaja añadida de los interlocutores.

¡Ay, cómo buscamos que los demás nos quieran, nos admiren o nos respeten con nuestras opiniones! ¿Qué opiáceo hay más extendido, insidioso y adictivo que el objetivo inconfesable que persiguen –la afimación de la propia identidad?

Personalmente, cuando me cruzo con opiniones de esta índole, llenas de partidismo aparatoso pero deficientes en información, no puedo evitar acordarme del comentario envenenado que un viejo don de Oxford le dedicó a uno de sus colegas, del que aseguró que era “alguien capaz de penetrar profundamente en la superficie de las cosas”.

Todos sabemos que los medios de comunicación están siempre a la que salta para suministrar combustible para polémicas y debates que, a la postre, sustentan las ventas de sus productos. Su reino es cada vez más el de las apariencias, las tertulias y las opiniones. Les encanta que nos metamos en él hasta las cejas, y las nuevas tecnologías no paran de ofrecer nuevos cauces para que nos incorporemos a esa algarabía, digna de la torre de Babel.

La red, por supuesto, también está llena de grupos y personas ávidas de consumir ese combustible y reciclarlo con sus propios aderezos para consumos subsidiarios. Bien, ese es el mundo en el que nos ha tocado vivir. Hasta ahí, todo normal.

Lo realmente insólito es que esa colosal rueda samsárica de opiniones y apariencias tenga tanta capacidad de arrastre también entre quienes nos consideramos seguidores de Buda, Bodhidharma o Padmasambhava, que deberíamos ser los últimos en dedicarnos a “penetrar profundamente en la superficie de las cosas” como cualquier tertuliano semi-ilustrado, lleno de ardor guerrero.

El famoso Wumenguan, una de las colecciones clásicas de koanes Chan, contiene un caso que viene a cuento:

Dos monjes estaban observando una bandera que ondeaba al viento.
Uno le dijo al otro: “La bandera se mueve”.
El otro contestó: “El viento se mueve”.
Huineng les oyó y dijo: “No es la bandera, no es el viento; la mente se mueve”.

Nada es lo que parece. 

Las cosas de “ahí fuera” no existen como tales. 

Todos los fenómenos son inventos, proyecciones de la mente. 

Esa es la enseñanza de Huineng, uno de los supuestos patriarcas del Chan. 

Si de verdad entendemos lo que dice y lo aceptamos, ¿qué sentido tiene aferrarse a un punto de vista, sea el que sea, sobre fenómenos ilusorios como recurso para apuntalar una identidad que en último término es igualmente vacía e ilusoria?

Pero hay más. Sengcan, otro de los presuntos patriarcas del Chan, abre su Poema de la Confianza en la Mente Pura con esta advertencia:

El Gran Camino [Dao] no es difícil
Para los que no se apegan a sus preferencias.
Cuando no surgen el amor ni el odio
Todo se vuelve claro y manifiesto.
Haz la más mínima distinción, sin embargo,
Y cielo y tierra se separan hasta el infinito.
Si quieres ver la verdad, no tengas opiniones a favor o en contra de nada.
Oponer lo que te gusta a lo que no te gusta es la enfermedad de la mente.
Cuando no se entiende el significado profundo de las cosas
La paz esencial de la mente se altera en vano.

Y así podríamos seguir largo y tendido. Nada de esto no son ideas esotéricas, heterodoxas o marginales, entresacadas de parajes recónditos del canon budista, sino que constituyen el núcleo de enseñanzas de nuestra tradición.

¿Cómo es posible que gentes del Dharma nos lancemos a opinar con tanto amor y odio sobre cuestiones de las que no sabemos más que cuatro datos superficiales?

Alguien agita ante nuestros ojos un señuelo y nos arrancamos al instante, con la mente llena de opiniones a favor y en contra, alterando en vano su paz esencial y separando cielo y tierra hasta el infinito.

¿Qué está pasando aquí?

Mara debe de estar dando palmas con las orejas...



2 comentarios:

Unknown dijo...

Estoy de acuerdo.

Jaja, nótese el tono irónico.

Lo que nos pasa a los que vemos más allá de la opiniones mundanas es que estamos haciendo de locutores del "partido" que se juega en el campo del samsara. Constantemente estamos diciendo "mira la identidad ahora chuta por la izquierda, ahora hace una falta y mete gol".
Es como si fueramos ex-jugadores retirados que no tenemos otra cosa mejor que hacer que trabajar en la TV de comentaristas para captar la atención de los bobos, porque en realidad nunca pudimos abandonar el juego.

Es una opinión. Jaja.

Jué-shān 崫 山 dijo...

Un comentario interesante.

A mí me parece (opinión) que seguimos en el partido porque seguimos en el samsara. La pura comprensión intelectual no nos saca del campo de juego.

Lo que pasa es que intento jugar el partido sin doparme, y cuando veo a otros metiéndose anabolizantes en vena les advierto de que eso les puede destrozar el hígado y la vida.

Pero sigo con mi partido, ni mejor ni peor que los demás.