viernes, 28 de septiembre de 2007

Un refugio a cielo abierto

La toma de refugio en la llamada "triple joya" es la fórmula tradicional mediante la cual uno se declara budista: "Tomo refugio en el Buda, el Dharma, y la Sangha" se dice, refiriéndose por lo general al Buda histórico, a sus enseñanzas entendidas como un canon cerrado y a la comunidad de monjes y seguidores. No es algo nuevo; ya en el pasado, tomar refugio era la expresión que se repetía en los sutras cada vez que alguno de los interlocutores del Buda se mostraba convencido de la verdad del Dharma –por lo general tras debatir o deliberar con el propio Buda– y afirmaba su intención de vivir de acuerdo con ese criterio de entonces en adelante; hoy día, sigue empleándose tanto en los países asiáticos donde el budismo está implantado como en las comunidades budistas de diverso signo que han ido surgiendo en Occidente. Es, teóricamente, algo que uno sólo puede hacer por voluntad propia, siendo mayor de edad y estando en posesión de sus facultades mentales; pero es evidente que en la práctica no es así y que en varias culturas de Asia el budismo se pasa de una generación a la siguiente como si fuera una religión tradicional, o como las joyas del ajuar que pasan de madres a hijas; también parece claro que en muchos casos no se entiende bien qué significa este refugio, con lo cual pierde por completo su eficacia.

Una vez más, hay varios niveles de comprensión de este concepto y la costumbre popular puede desorientarnos si no miramos más allá de la superficie. ¿Qué es el refugio, en realidad? En pali –la lengua de los sutras más antiguos– la palabra es sárana, que algunos aventurados relacionan con los términos latinos salvus y serenus e incluso, por una asociación tan fantasiosa como las criaturas mismas, con las sirenas; por desgracia, la etimología indoeuropea no avala estas nociones tan sugerentes, sino que relaciona sárana más bien con la idea de ocultar (latín celo, griego kalypto). Parece entonces como si el refugio fuera un escondite, una escapatoria, y así parece desprenderse en principio de una de las referencias de Buda a este concepto:

Impulsados por el miedo, los hombres toman refugio en varios lugares –en los montes, las junglas, los bosques, los árboles y los santuarios.

Sin embargo, sus palabras ofrecen esta interpretación sólo para desmentirla a renglón seguido:

Estos no son de verdad un refugio seguro; estos no son el refugio supremo; no es recurriendo a tales refugios como uno se libera de todo sufrimiento.

Claro, ¿cómo podrían serlo? La escapatoria nunca es un refugio seguro para algo que llevamos dentro –en este caso, el sufrimiento; vayamos donde vayamos, siempre nos acompañará a menos que hagamos un esfuerzo decidido que nos libere de ello. En definitiva, si seguimos leyendo, vemos que no hay más remedio que descartar esta noción del refugio como escape:

El que ha tomado refugio en el Buda, el Dharma y la Sangha penetra con sabiduría trascendental las Cuatro Nobles Verdades –el sufrimiento, el origen del sufrimiento, la cesación del sufrimiento y el Noble Óctuple Sendero que lleva a la cesación del sufrimiento. Éste es sin duda el refugio seguro, éste es el refugio supremo. Al dirigirse a ese refugio, uno se libera de todo sufrimiento.

¿Cuál es la idea fundamental aquí? Desde luego no es salir corriendo en busca de protección, sino "penetrar con sabiduría trascendental las Cuatro Nobles Verdades"; hay una gran diferencia. El refugio no es, por tanto, un lugar donde guarecerse. Al contrario de lo que parece sugerir su nombre, no es un escondrijo donde podamos escapar del mundo y sus problemas como quien que se cobija de la lluvia hasta que escampe; más bien, es un estado en el que uno se da cuenta de que no hay lluvia o calamidad que lo pueda dañar. Es cierto que uno aún puede preferir no mojarse, pero cualquier aprensión, ansiedad o desagrado –en breve, cualquier sufrimiento mental– habrá desaparecido de la experiencia. ¿Por qué? Tampoco es así porque Buda, Dharma y Sangha extiendan mágicamente su protección sobre uno en recompensa por su credulidad, sino por un cambio interno que ocurre en la medida en que uno mismo haya penetrado con sabiduría trascendental los fundamentos del Dharma –algo que, si se hace bien, nunca, nunca, nunca es un escape facilón. Por eso, el verdadero refugio no es algo pasivo ni que valga de una vez por todas; tampoco es un lugar donde pedir derecho de asilo ni buscar el calor reconfortante del rebaño; es más bien una referencia constante con la que contrastar todas nuestras actitudes, intenciones y acciones. Puedes concebirlo de la manera que más te inspire: como la orientación que ofrece la estrella polar o como la nota con que las orquestas sinfónicas se afinan antes de un concierto para tocar todos en sintonía; en cualquier caso, es una vara de medir que hay que consultar repetidamente, no una píldora milagrosa que nos proporcione la salvación para siempre a cambio de pronunciar unas palabras cuyo sentido se nos escapa. Pero hay más, porque en el budismo verdadero no se busca un refugio externo, sino que cada uno aprende a convertirse en su propio refugio. Así lo dejó claro el propio Buda:

"Por tanto, Ananda, sed islas para vosotros mismos, refugios para vosotros mismos, sin buscar ningún refugio externo (…) Morad en el Dharma como si fuera vuestra isla, con el Dharma como refugio, sin buscar ningún otro refugio".

Si eso es así, –y las palabras de Buda al respecto parecen inequívocas– a cualquier maestro que te explique, como es costumbre, que el refugio se hace en el Buda, el Dharma y la Sangha entendidos como el Buda histórico, su enseñanza, y la comunidad budista, habría que preguntarle por qué descartó Buda cualquier refugio que no fuera en el Dharma y cómo se puede reconciliar eso con la fórmula tradicional. Sólo hay una manera: en la medida en que cada uno lleva inscrito dentro de sí, como si fuera un código genético de conducta recta, el Dharma que es la ley natural de todas las cosas en armonía y equilibrio, sabiendo que, como parte de ese Dharma, en todo ser humano hay oculta bajo nuestras máscaras cotidianas una propia naturaleza que no es otra que el Buda en el que tomamos refugio, y con la plena conciencia además que todos los seres humanos –y no sólo los monjes o laicos que se declaran budistas– tienen el mismo Dharma y el mismo Buda dentro de sí. ¿Ves la diferencia? El refugio no es un enclave donde vaya a aparecer un ser para ofrecernos seguridad contra todo dolor y sufrimiento, o donde uno vaya a confesarse y recibir perdón; el Dharma es algo que ya tienes dentro, y el refugio consiste en abrir esa puerta interna para entrar en él. Ése es el verdadero refugio en el Dharma; si aceptas cualquier explicación inferior, sólo te estarás defraudando a ti mismo. Pero, como siempre, la elección es tuya.

El sabor del Dharma

El budismo está de moda y eso, al menos en parte, es una desgracia. Nuestro voraz mercado premia y otorga relevancia a lo que más vende sin demasiada consideración de su valor intrínseco y, a la larga, ese éxito comercial acaba oscureciendo con facilidad la esencia de las cosas. Es cierto que no todos buscan esa esencia; sin embargo, es importante que no quede sepultada del todo bajo la avalancha de aspectos más vistosos o exóticos promocionados por su gancho comercial.

¿Es posible, entonces, comunicar a título informativo y sin afán de predicar alguna impresión de cómo es el Dharma desde dentro, desde sus raíces? A tenor de los efectos de esta moda no sólo parece posible sino necesario, porque la imagen del budismo que se está imponiendo en Occidente por vicisitudes del mercado quizá sea muy útil a la hora de vender cursos, libros y retiros, pero está a años luz de su espíritu inicial –pienso sobre todo en la austeridad del Zen transformada en estética cool y minimalista pero cerebral y emocionalmente distante, o en la pompa y circunstancia folclórica de los ritos tibetanos trufados de elementos mágicos por una parte y con doctrinas veladamente asimiladas a la base cristiana de su nuevo público por otra. Bonito, interesante, incluso atractivo y moderno, sí; pero... ¿qué hay en todo ello del meollo del Dharma?

En uno de los textos del primer budismo se compara el Dharma con el océano en virtud de ocho cualidades que ambos comparten, una de las cuales es que:

Igual que el gran océano sólo tiene un sabor, el sabor de la sal, así las enseñanzas sólo tienen un sabor, el sabor de la emancipación.

Esta imagen, tan nítida y sucinta, evoca a la perfección el espíritu del verdadero budismo en su unidad fundamental: por debajo de sus mil formas externas siempre subyace la misma prioridad absoluta, que aquí se llama emancipación. Emancipación ¿de qué? De la tiranía de la mente condicionada y sufriente. Buda a menudo la llamaba “la liberación inconmovible del corazón”, aunque en un sentido distinto que en Occidente, donde se toma al corazón como sede de las emociones: se refería más bien a la liberación definitiva e irrevocable de la mente pura que cada ser humano tiene dentro de sí como parte de su herencia natural –lo que los budistas llaman la propia naturaleza– y que trae como consecuencia (sin que sea nunca un objetivo) la eliminación del sufrimiento. Hacia ahí se orienta el Dharma con una unidad de propósito invariable y todo lo que no lleve a ella se tira por la borda –y eso incluye a Dios, el alma y, según al menos una de las escuelas antiguas, cualquier idea de vida después de la muerte. Es cierto que hay discrepancias entre quienes afirman que Buda negó de plano su existencia y los que prefieren pensar que sólo negó su relevancia para el camino budista, sin pronunciarse sobre si existían o no; pero en último término eso tampoco importa tanto: no tienen cabida en el Dharma –algo que harían bien en recordar quienes insisten en considerar al budismo como una religión.

El carácter unívoco, parco y tajante del método budista es probablemente un reflejo del temperamento del propio Buda, quien desde luego no era alguien que se anduviera por las ramas, adornándose con figuras retóricas, ni que titubeara excesivamente a la hora de enseñar. Uno de los ejemplos más ilustrativos de su manera de encarar los problemas aparece en un pasaje sobre el ataque al sufrimiento y sus causas:

“Imagínate, Ananda, que hubiera un gran árbol y llegara un hombre con un gran hacha y lo cortara de raíz; que, después de cortarlo de raíz, cavara una fosa y arrancara las raíces hasta sus filamentos más finos; luego, que cortara el árbol en troncos, y luego los volviera a cortar y los convirtiera en astillas; luego que secara las astillas al viento y al sol, que las quemara, las reuniera en un montón de cenizas, y luego dispersara las cenizas al viento o las arrojara a la veloz corriente de un río. Ciertamente el gran árbol cortado de esta manera se volvería parecido a un tocón de palmera, se volvería improductivo e incapaz de brotar de nuevo en el futuro”.

Hay algo extraordinariamente metódico y exhaustivo en este enfoque, y también enormemente tenaz, casi implacable. A veces, es cierto, el Buda suena como si fuera un ingeniero alemán (aunque también es posible que el tono reiterativo de los sutras fuese un recurso mnemotécnico de quienes se encargaron de preservarlos oralmente); quizá su estilo no apele a la sensibilidad de todos, pero es eminentemente práctico y trasluce un dominio de la situación y una competencia incuestionables. Personalmente, si yo fuera, por ejemplo, un astronauta a punto de subirme a un cohete que me fuese a llevar al espacio interestelar, el Buda sería no sólo la clase de ingeniero que desearía que hubiera diseñado la nave sino también el técnico que la hubiera repasado minuciosamente para asegurarse de que todas las tuercas estaban bien apretadas y todos los circuitos, conectados y operativos. Y, bien pensado, ¿por qué iba a ser diferente para el viaje de meditación, introspección y presencia atenta que conforma una parte tan importante de la senda budista?

Así pues, si hubiera que elegir una sola palabra para calificar este camino, yo no propondría bonito, exótico, molón, alternativo ni progre sino sobrio, tanto en su sentido de austero como de lúcido. Esta sobriedad se traduce en un enfoque doble: por un lado establece la experiencia propia como criterio superior a cualquier dogma y por otro reduce el equipaje conceptual (llámese teológico o filosófico) al mínimo necesario. No es exactamente científico, pero sí es analítico. La verdad del Dharma no es algo demostrable en un laboratorio, sino cuestión de experiencia personal; sin embargo, sí que se puede y se debe contrastar y confirmar con las experiencias de otros que han recorrido el camino antes que nosotros. Por otra parte, al abrazar este principio de máxima economía (conocido como ley de Ockham y aplicado asimismo en las ciencias), compensa en cierta medida la imposibilidad de verificar los resultados como observador externo, como si en el fondo el Buda dijera: “Mira, no te puedo dar una prueba fehaciente de que lo que digo es verdad; lo tienes que comprobar por ti mismo. Pero por lo menos no te voy a hacer comulgar con ruedas de molino de camino a esa experiencia”.

En esta aventura, como en una ascensión alpina, impera por tanto una gran economía de medios: todo está perfilado para el objetivo final y no cabe nada superfluo, nada de grasa, nada que no sea funcional. No es un camino fácil; es algo que te obliga a crecer y madurar y, en cierto sentido, exige que dejes de creer en los Reyes Magos. Es indudable que cada uno tiene distintas afinidades en estos terrenos y que a cada cual le gustan las salsas más o menos espesas, con más o menos azúcar, pero, en el Dharma, el progreso a menudo implica una dieta adelgazante para irse destetando de fantasías y de antiguos gustos y apegos convertidos en falsas necesidades.

Por poco que uno lea, en las enseñanzas del Buda enseguida se detecta un constante afán por reducir lo múltiple a lo sencillo, lo lejano a lo inmediato, lo fantasioso a lo tangible y práctico, para así reconducir la mente a lo que está ante nosotros, a la gran tarea que tenemos por delante si, de acuerdo con sus convicciones, hemos de despertar a la realidad de lo que es. Por eso resulta tremendamente irónica la injusticia que se le hace al Dharma cuando se desvirtúa su esencia para vincularlo con cuestiones tan etéreas y controvertidas como la reencarnación, que en el fondo no es más que un vestigio de la antigua religión hindú (con la que el budismo guarda la misma relación que el cristianismo con el judaísmo) con un papel meramente tangencial en las enseñanzas. La distorsión es igualmente grave si lo pintamos de escape egoísta a una torre de marfil al precio de anestesiar nuestras funciones vitales: en ambos casos se genera una impresión que no encaja en absoluto con la personalidad ni con la labor de Buda, tal como emergen de una lectura de los textos originales.

Buda no diseñó un escape ni un apaño, ni tampoco un sistema de inversiones y recompensas diferidas a un futuro hipotético más allá de toda comprobación; lo que Buda hizo fue coger por los cuernos al monstruoso toro del sufrimiento y descubrir cómo acabar con él. No es exactamente una frivolidad, que digamos, sino algo de enorme trascendencia: la certeza de que hay una solución a la condición humana que llamamos sufrimiento. Por eso, igual que cualquier otro método, el camino budista tiene que mantenerse de pie o venirse abajo en función de su relevancia a esta vida, aquí y ahora. Ésa y no otra es la cuestión que hay que plantearse una y otra vez ante cualquier enseñanza y práctica que se nos presente en cualquier escuela budista, ya sean meditaciones, rezos, iniciaciones o retiros: ¿a qué sabe esto? ¿Está contribuyendo a la liberación inquebrantable del corazón o me están vendiendo humo? Si tus experiencias no te inclinan claramente a la primera respuesta ya sabes lo que puedes hacer con tales herramientas, no importa lo venerables que parezcan. No hagas el viaje con exceso de equipaje, arrastrando pesados artilugios que tiran de ti hacia abajo, sin saber para qué sirven; el camino a la cima es mucho más cuestión de ir soltando que de agarrar y acumular.

Elogio de la honradez pausada

Hace poco The Onion, un semanario satírico de los EE UU, anunciaba con sorna la publicación de una guía que refleja el espíritu de los tiempos: Cómo encontrar una religión que no interfiera con tu estilo de vida actual. ¿Tiene gracia o es para echarse a llorar? No lo sé, pero en todo caso no es una mala descripción de gran parte de lo que podríamos llamar el supermercado espiritual de Occidente. Evidentemente, el libro no existe como tal (aunque nunca se puede descartar que algún piernas vea una oportunidad de negocio en la idea y la lleve a la práctica), pero no por ello es menos certero su diagnóstico: lo primero es nuestra comodidad; luego ya vendrán cuestiones secundarias como la búsqueda de la verdad, de nuestro lugar en el universo y nuestra relación con todo lo que nos rodea –todas esas minucias a las que con suerte les dedicamos unos minutillos a la semana. El carro, delante del caballo, y todos tan contentos –por lo menos hasta que alguien grite que el rey va desnudo.

No deja de sorprenderme cómo este gran mercado que preside nuestras vidas es capaz de fagocitar, procesar y regurgitar en formato comercial prácticamente cualquier cosa que se le ponga por delante. Por lo que veo alrededor de mí, la llamada “espiritualidad oriental” está lejos de ser una excepción: por todas partes se ofrecen cursos, conferencias, talleres con promesas más o menos ambiciosas según la honradez y motivación del instructor. La relación entre maestro y discípulo, que antiguamente era una cuestión de profundo conocimiento y confianza mutuas en la que se transmitía algo de valor incalculable a costa de esfuerzo y sacrificio, se ha convertido en un juego en el que el pago de cantidades a veces abusivas le abre al estudiante incauto las puertas a sentir que está en el camino directo a la iluminación bajo la guía de “maestros” de los que sabe poco, con los que no tiene ninguna comunicación real establecida mediante el trato asiduo durante tiempo, y que a su vez saben poco de él excepto que ha pagado la cuota y, con suerte, su nombre. Y todo ello, sin privarnos de nada: como dice el refrán, queremos estar en misa y repicando. Aparte de su elevado coste, a menudo estas incursiones espirituales tienen lugar en enclaves de lujo para que practiquemos el turismo con encanto, en formato condensado apto para nuestras atareadas vidas, y a la vez con la aparente autoridad de prestigiosos linajes y con el señuelo de ofrecernos una vía privilegiada (más rápida, más directa, más exclusiva para una minoría en la que uno mismo, ¡por supuesto!, tiene la suerte de encontrarse –y que no se te ocurra preguntar por qué es así, a ver si tus dudas van a revelar que tú no eres uno de los elegidos) a la meta en la que todos nuestros problemas desaparecerán como por arte de magia. Entonces habremos realizado, a cambio de unas pocas monedas, el milagro de trasladar a escala cósmica esa misma comodidad mundana que nos llevó en principio a elegir la vía de los cursillos de fin de semana como respuesta a los grandes interrogantes de la vida. ¿Cabe mayor correspondencia entre lo que pedimos y lo que nos dan? Eso es el mercado: el encaje entre oferta y demanda. Pero, como decían los romanos, caveat emptor: que tenga cuidado el comprador, pues no todo lo que es oro reluce y mucho de lo que reluce no es ni latón.

Por supuesto que hay distintas circunstancias y necesidades, igual que hay diversas vías a disposición del buscador; no todo el mundo quiere seguir el mismo camino ni llegar siempre hasta el fondo de todo. Pero hay maneras de hacer las cosas, sean las que sean, con fundamento y otras que simplemente son un engaño. Lo esencial aquí es la honradez: en primer lugar la del maestro con sus estudiantes y, en segundo, la del estudiante consigo mismo; quien se niegue a engañarse a sí mismo y mantenga una mente crítica y alerta, a la vez que abierta y flexible, difícilmente se extraviará por la senda de las fantasías místicas de ayer y hoy. Si uno quiere viajar y visitar, por ejemplo, el Lago di Garda (una de las zonas más caras y exclusivas del próspero norte de Italia) y conocer gente joven y guapa con fines de amistad “y lo que surja”, bien; pero ¿para qué disfrazarlo como un curso condensado de Mahamudra (una de las etapas finales del camino tántrico para la que hace falta una aptitud que pocos tienen y una larga preparación) invocando la autoridad y el patrocinio de antiguos maestros como Tilopa (que era un auténtico tigre solitario que despreciaba toda convención social y que hubiera vomitado imprecaciones de fuego sobre semejante tinglado)? ¿A qué estamos jugando? ¿A quién queremos engañar? ¿Cuántas personas se imaginarían capaces de convertirse, por ejemplo, en neurocirujanos o virtuosos del violín con una dedicación parcial a base de cursillos y talleres de fin de semana? Desde luego, no sé quién querría someterse a una operación a manos de un cirujano de tamaña formación ni quién pagaría de su bolsillo las entradas para asistir a un recital de ese violinista; probablemente, sólo quien hubiera pasado por las zarpas del primero estaría dispuesto a hacer lo segundo...

¿Por qué entonces creemos que en el ámbito de lo “espiritual” (palabra que uso con la máxima reserva) son posibles esos prodigios? Ahí, por una tácita colusión de intereses entre quienes enseñan (que pueden ofrecer un producto estandarizado para todos sin tener que hacer ajustes en función de la cultura, el temperamento o las circunstancias individuales de su público) y quienes estudian o practican (que están dispuestos a seguir el juego de los gurús a cambio de diversas recompensas reales o imaginarias), dejan de aplicarse ciertas verdades de puro sentido común que gobiernan los demás aspectos de la vida. ¿El resultado? Una espiritualidad a la carta, de escaso valor pero alto precio, domesticada, desprovista de cualquier espina que pueda importunar al consumidor y convenientemente empaquetada, en la que las verdades profundas y a menudo incómodas se han sacrificado en aras de facilitar su consumo masivo –algo similar a esos tomates rollizos y llenos de color que aguantan semanas en las estanterías del súper o en nuestra nevera pero no saben a nada; prácticos sí que son, sin duda, pero... ¿alguien se acuerda de cómo huele y cómo sabe un tomate recién cogido de la mata, aún tibio por los rayos del sol?

Admitámoslo: algo hay en el crecimiento y la maduración del ser humano que no admite atajos. ¡Viva, pues, la lentitud!

¿Budismo? ¡No, gracias!

Buda nunca fue budista. Es así, por sorprendente que parezca. Durante los cuarenta y cinco años que impartió sus enseñanzas no hubo imágenes ni estatuas de Buda, ni grandes templos, ni rituales y ceremonias, ni casi ninguno de esos atributos folclóricos tan seductores que se asocian con el budismo hoy día; lo que había era una verdadera tribu de personas unidas por lazos de solidaridad y compañerismo bajo su guía y comprometidos contra viento y marea en una búsqueda común de la misma verdad que él afirmaba haber encontrado. Es posible que ya en vida del maestro el núcleo primigenio de discípulos creciera tanto que su espíritu inicial se relajara y disipara; en todo caso, poco después de morir Buda surgió como mecanismo compensatorio ese invento de doble filo: el budismo. No es la única ni la primera vez en la historia que, al percibir que nos hemos alejado de la esencia, generamos ídolos a los que adorar para así aplacar la conciencia dolorosa e incluso culpable de nuestra pérdida; pero eso no vale, como advierte la sabiduría antigua: “El Tao es la fuente de todas las formas, pero en sí mismo no tiene forma. Si intentas fijar una imagen de él en tu mente, lo pierdes. Es como clavar una mariposa con un alfiler: se capta la cáscara, pero se pierde el vuelo. ¿Por qué no contentarse con experimentarlo sin más?”

Buda llamaba a sus enseñanzas “el Dharma”. ¿Qué es eso? Dharma es una palabra procedente del sánscrito, un antiguo idioma indio, que significa “ley” o “camino”. Proviene de la raíz indoeuropea *dher- (relacionada con el latín firmus), cuyo sentido básico es “sostener” o “sujetar”; de ahí el sustantivo dharma, que siginifica “aquello que mantiene todo tal como es” o “lo que hace que todo sea lo que es”; en román paladino, la verdad de las cosas, monda y lironda. En la India, a partir de este sentido básico de “principio o ley que regula el universo” se derivó una segunda acepción de “conducta individual conforme con este principio”. Así, el Dharma representaba la obligación de cada individuo, de acuerdo con el sistema hindú de castas, con respecto a las costumbres sociales y al derecho civil y religioso; uno modelaba su vida personal siguiendo el patrón de la ley universal tal como estaba expuesta en los antiguos textos sagrados de los Vedas que interpretaban los sacerdotes. Casi por ósmosis, esa misma distinción pasó al primer budismo indio: el Dharma eran tanto las enseñanzas de Buda como el deber de adoptar la conducta propugnada por Buda como camino al despertar.

Pero ¿cuál es el problema si lo entendemos de esta manera? Que el Dharma se convierte en un producto cerrado y personal, como la obra de un artista muerto, que se puede poseer y administrar como si fuera propiedad privada –algo que Buda ya les reprochó a los brahmanes que tutelaban los Vedas. La verdad del Dharma no es patrimonio exclusivo de ninguna persona o grupo. El propio Buda juzgó así su descubrimiento: “He visto la antigua senda, el viejo camino que recorrieron los brahmanes iluminados de antaño. Igual que una senda cubierta por la maleza y perdida hace mucho tiempo es lo que he vuelto a descubrir” (Samyutta Nikaya 2.106). Tras su despertar, dialogó y debatió en varias ocasiones con otros maestros que exponían ideas divergentes de las suyas; a menudo les invitaba primero a explicar cuáles eran sus dharmas, para luego demostrarles que el suyo era superior –no porque fuera una verdad revelada por un dios, sino porque era el método más eficaz y directo para experimentar de primera mano la verdad de la condición humana. En ese sentido, el Dharma es patrimonio de la humanidad, sin amo ni patrón; tiene mucho más que ver con la verdad tal como la entiende la ciencia –algo empírico, sujeto a debate y confirmación– que con cualquier dogma religioso mantenido por tradición, no importa cuán milenaria sea.

¿Por qué es preferible usar Dharma, esa palabra extraña, antes que “budismo”? Porque la verdad no admite ni requiere ningún “-ismo”; es lo que es. Buda decía que enseñaba el Dharma, y nosotros afirmamos que ese Dharma representa la verdad de la ley natural que gobierna a todos los seres; no tiene necesidad de buscar conversiones ni de oponerse a otros “-ismos”. Si insistimos en usar el término budista –lo cual, qué duda cabe, es lo más práctico para ahorrarnos explicaciones prolijas– deberíamos hacerlo con plena conciencia de las paradojas a las que eso nos lleva: por ejemplo, que el budismo es anterior a Buda y que los innumerables seres que pueblan nuestro planeta y viven y mueren de acuerdo con la ley natural también son budistas. En ese caso, cualquier caracol o elefante, cualquier líquen o ciprés es tan budista –de hecho, más– como las miles de personas que han abrazado los formalismos del camino budista sin entender de verdad de qué trata ni adónde conduce.

Así pues, deja que los demás frecuenten los grandes templos decorados con estatuas budistas, se vistan con túnicas de colores y reciten salmodias mecánicamente. Si eres capaz de captar al vuelo el misterio de una mariposa, estás más cerca del Dharma que todos ellos juntos.