sábado, 10 de julio de 2021

La alegría

 

 La verdadera alegría nace de dentro y no depende de condiciones externas

El otro día tuve otro de esos episodios de incomprensión que me ocurren a menudo cuando me expongo a enseñanzas del budismo popular.

Ocurrió a cuenta de una explicación sobre mudita, la alegría por la alegría de los demás, que en inglés entiendo bien como sympathetic joy pero en español traduciría mejor como “alegría por resonancia”. Entiendo que, al contrario que el afecto benevolente metta, que es incondicional y constante, mudita es condicional en la medida en que surge en presencia de una alegría correcta, igual que la compasión karuna surge como respuesta ante el sufrimiento y la ecuanimidad upekkha aparece después de la acción.

La instructora en cuestión, que es una chica muy maja y bienintencionada a la que que conocía de antes, vino a explicar mudita de manera literal: una sensación de alegría vicaria, podríamos decir, que desea que los demás sigan siendo felices cuando los vemos felices y contrarresta emociones negativas como los celos o la envidia. También dijo que es algo que en realidad no hacemos por los demás ni tiene efecto sobre ellos; lo hacemos por nosotros mismos, para cultivar esa alegría como forma de abrir el corazón (sospecho que esta es una fórmula muy querida para los temperamentos de discriminación/codicia, que reconduce al terreno de las emociones lo que en el Dharma trascendental tiene que ver con la mente-corazón o mente pura: hridaya en sánscrito o xīn en chino).

Yo intervine para comentar que, de primeras dadas, mudita me pareció una propuesta difícil y hasta paradójica del budismo porque hay muchas manifestaciones de alegría (de la identidad, concepto que no introduje) que a mí no me generan ninguna alegría como respuesta: la celebración de un futbolista que se vuelve loco tras marcar un gol, la satisfacción de un banquero que acaba de cerrar una operación lucrativa que sin embargo dejará a varias personas en la calle, el jolgorio nocturno y borracho del barrio de Huertas que igual acaba con gente acostándose con quien no le conviene o cogiendo el coche y teniendo un accidente... todos ellos, ejemplos de lo que Shanjian llamaba la falsa felicidad. Sí dije, en cambio, que me provocaba mudita el sonido de la lluvia que en esos momentos caía a jarro en Madrid, pasar por delante de un almendro en flor, ver a una gata amamantando a sus crías, la sonrisa de muchos niños que pedían limosna en la India o incluso las risas espontáneas que se oían a ratos de gentes que corrían por la calle para guarecerse del chaparrón.

Mi intención era presentar la idea, sin citar sus fuentes, de que mudita en realidad es algo mucho más profundo, completo y hermoso que una respuesta personal y deliberada a la alegría de otros individuos, sea cual sea su calidad. En último término, tiene que ver con la noción de que hay una ley natural que lo sostiene todo (el Dao o Dharma), que todos los aparentes seres individuales contienen un eco o semilla de esta ley en forma de su propia naturaleza, y que mudita surge en nosotros cuando captamos cualquier fenómeno en este mundo de ilusiones que refleja el correcto funcionamiento de ese Dao que todo lo abarca.

La instructora respondió bien inicialmente a mis comentarios y estuvo de acuerdo en que, en los ejemplos que presenté, la respuesta apropiada sería más bien la compasión. Los desencuentros surgieron ante las aportaciones de otros asistentes: uno que habló de su práctica de yoga y cómo le ayudaba a soltar rigideces y ser más flexible, lo que le dio pie a sugerir que no había que hacer juicios sobre los demás, y otro que dijo que él había hecho muchas tonterías de joven, emborrachándose y drogándose a placer, y que quizá gracias a eso ahora estaba ahí, meditando con nosotros. Y ahí ya se confundió todo, porque lo que inicié como una apertura al Dharma más profundo se convirtió en un debate sobre moralina, tolerancia y comprensión. “Si algo le hace feliz a otro, ¿quién soy yo para juzgarlo?” venía a ser el meollo del argumento; lo suyo es desearle más de lo mismo. Eso entronca con la variante moderna y democrática del budismo popular, en la que no hay maestros de verdad y ninguna opinión, actitud o idea es superior a otra porque eso introduciría una jerarquía insoportable en este proceso de entropía aparentemente imparable en el que se ha embarcado.

No deja de sorprenderme esta idea de que el juicio es algo malo que se debe evitar; lo encuentro muy “nueva era”. Parece como si la gente confundiera juicio con condena, que es algo muy distinto. En parte creo que viene de practicar la vipassana al estilo insight meditation, en la que se aceptan todos los fenómenos internos sin juzgarlos, lo cual es muy necesario para limitarnos a una observación pura sin interferencias. Pero de ahí a decir que no debemos hacer juicios en la vida diaria hay un abismo.

El juicio no es otra cosa sino la facultad de discernir y valorar experiencias y situaciones; por algo se llaman “muelas del juicio” las que nos salen más o menos cuando llegamos a la edad adulta, en la que se nos supone cierta capacidad de evaluar y decidir sobre las cosas de la vida. Si miramos al Óctuple Sendero, vemos que ahí aparecen la Actitud Recta, la Comprensión Recta, la Recta Palabra, la Recta Acción... lo cual implica naturalmente que también debe de haber acciones no rectas, palabras no rectas, etc. ¿Qué es eso sino un juicio, y además bastante categórico? Y si miramos al Sutra de los Kalamas, esa carta de navegación básica del Dharma, ¿cómo hemos de poner en práctica sus consejos si no aplicamos el juicio para distinguir lo que es beneficioso, irreprochable y elogiado por los sabios de lo que no lo es? La sabiduría, que junto con la compasión es uno de los pilares de la naturaleza humana despertada, tiene que ver precisamente con esa capacidad para juzgar correctamente en las innumerables encrucijadas que nos presenta la vida.

Volviendo a mis ejemplos, no es que yo haga un juicio moral de condena sobre el delantero que marca un gol, el banquero codicioso o los borrachos desaforados; es que simplemente ante esos comportamientos detecto en mí una ausencia de mudita (más bien veo nubarrones de dukkha que se acercan), cosa que no ocurre cuando presencio muchos fenómenos naturales o acciones humanas esporádicas en las que capto una alegría natural e inocente, no egocéntrica. En esos casos, hay una sensación de “Ah, esto está en armonía con el Dao”. Y eso me genera una alegría espontánea, no controlada mentalmente y llena de bienestar, precisamente mediante ese proceso de resonancia que he mencionado antes y que hace que mudita sea algo que va mucho más allá de lo personal.

En efecto, los cuatro “estados inconmensurables” (brahma viharas) son expresión de nuestra propia naturaleza inherente, no actitudes que debamos cultivar de manera artificial; se trata más bien de liberar algo que ya poseemos en estado latente. Así, mudita es la respuesta del Dao o Dharma “aquí dentro” (mi propia naturaleza) cuando comprueba que ese mismo Dao o Dharma funciona y se expresa correctamente “ahí fuera” (la propia naturaleza de “las diez mil cosas”, como llama el Dao al mundo de los fenómenos). La resonancia ocurre porque, en el fondo, mi propia naturaleza y la del mundo son una y la misma. Metafóricamente, el Dao se reconoce a sí mismo y se regocija en ello. Entonces el contagio de la alegría es verdaderamente universal –es decir, inconmensurable.

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