miércoles, 13 de mayo de 2020

La gran ilusión



Un conocido problema filosófico plantea esta pregunta: ¿hay sonido cuando cae un árbol en un bosque vacío? La respuesta, sorprendente quizá, es que no. No hay sonido porque lo que llamamos “sonido” es la combinación de las vibraciones que la caída del árbol produce en el aire con su recepción en el oído y las señales que este le envía al cerebro, que las interpreta como sonido. En puridad, el sonido existe en el cerebro, no “ahí fuera”. Si no hay nadie que aporte oídos y cerebro al acontecimiento, sea cual sea, no hay sonido; habrá vibraciones, desde luego, pero nada más. 

(En este sentido, es interesante escuchar este experimento de la NASA, que ha generado un “traductor” para que podamos oír sonidos del espacio exterior, en el que el vacío casi total -es decir, la falta de aire que transporte las vibraciones- impide que el oído humano perciba algo: 

https://canyouactually.com/nasa-actually-recorded-sound-in-space-and-its-absolutely-chilling/). 

Por tanto, el sonido es un fenómeno que surge del encuentro entre lo que ocurre fuera y dentro del sistema. Es otro tipo de “co-surgimiento dependiente”; como en el dicho inglés, it takes two to tango.

Llevando esta conclusión a su extremo, podemos suponer igualmente que el universo tampoco existe. No existe porque es otro fenómeno de la conciencia que surge a semejanza del sonido. Lo único que hay es energía, que podemos entender como una inmensa masa de vibraciones cuya naturaleza última se nos escapa –esto es lo que el Dharma llama la “no-forma”. Estamos inmersos en ese océano de vibraciones como un batiscafo sumergido en el fondo de un mar en tinieblas. La mayor parte de esa masa nos es desconocida e inaccesible; solo tenemos seis escotillas diversas que nos permiten atisbar algunos contornos ahí fuera –esto son los cinco sentidos tradicionales más la mente, que captan lo que en el Dharma se llama la “forma”. Pero, obviamente, solo percibimos una fracción de la totalidad y de manera limitada por los rasgos fisiológicos de nuestros sentidos; por ejemplo, solo somos capaces de ver el espectro de vibraciones comprendido entre la luz infrarroja y la ultravioleta.

Es una impresión que produce cierto vértigo: sentir que llevamos el universo dentro de nosotros, en forma de un fenómeno que surge y se reproduce a cada instante por el impacto sobre nuestros sensores de una enorme masa de energía desconocida y, en último término, incognoscible. Nos estamos inventando el universo a cada paso, literalmente, en un juego en el que somos a la vez proyector, pantalla y protagonista de la acción. 

Fa-yen fue a su maestro Na Han y le dijo: “He venido a despedirme, maestro. A partir de ahora voy a vivir la vida libre de impedimentos, así que mañana le dejaré”.
El maestro contestó: “De acuerdo, si crees que estás listo”.
Fa-yen dijo: “Ah, sí, por supuesto que estoy listo”.
“Bien”, dijo el maestro, “deja que te ponga a prueba, solo para asegurarme. A menudo dices que el universo entero lo crea la mente. Mira allá fuera, al jardín. ¿Ves esas grandes rocas? Ahora dime: ¿están dentro de tu mente o fuera?”.
Sin titubear lo más mínimo, Fa-yen replicó: “No hay verdad fuera de la mente; todas las cosas están dentro de ella”.
El maestro se rió para sus adentros y dijo: “Mejor que te vayas a dormir a pierna suelta. Va a ser un viaje muy duro mañana, con todas esas rocas en tu mente”.
Fa-yen se puso colorado de vergüenza y confusión, y clavó la mirada en el suelo.
Tras unos momentos, el maestro dijo: “Cuando intentas comprender, eres como un hombre que sueña que puede ver. La verdad está directamente enfrente de ti. Está viva y es infinitamente grande. ¿Cómo pueden contenerla las palabras humanas?”.
Dándose cuenta de su error, Fa-yen se inclinó y dijo: “Por favor, maestro, enséñeme”.
El maestro dijo, “Bien, escucha. Ahora no sabes lo que es la verdad. Este no-saber es la tierra, el sol, las estrellas y el universo entero”.
En cuanto Fa-yen oyó estas palabras, su mente se abrió de golpe.

Cuando lo vivo así, siento que ya no soy una cápsula de “yo” en un vasto mundo que es “otro”; más bien soy como un buzo con escafandra que anda por el fondo del mar, percibiendo solo el contorno interno de esa escafandra (la impresión del universo sobre mis sentidos, que incluye mi percepción de mí mismo). A semejanza de quien camina de noche sujetando en alto un farol, allá donde voy, y haga lo que haga, llevo el mundo conmigo como un halo que me envuelve porque habito un gran globo de realidad virtual que proyecto desde dentro –el interfaz constantemente renovado de mis sentidos con el mundo desconocido ahí fuera. Pero, gracias a la meditación, también sé que soy el agua en la que estoy inmerso y que la escafandra no es más que una herramienta que me permite desenvolverme en este lapso de existencia –el samsara de las ilusiones naturales. 


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