Un conocido problema filosófico plantea esta pregunta: ¿hay
sonido cuando cae un árbol en un bosque vacío? La respuesta, sorprendente quizá,
es que no. No hay sonido porque lo que llamamos “sonido” es la combinación de
las vibraciones que la caída del árbol produce en el aire con su recepción en el
oído y las señales que este le envía al cerebro, que las interpreta como sonido. En puridad, el sonido existe en el cerebro, no “ahí
fuera”. Si no hay nadie que aporte oídos y cerebro al acontecimiento, sea cual
sea, no hay sonido; habrá vibraciones, desde luego, pero nada más.
(En este
sentido, es interesante escuchar este experimento de la NASA, que ha generado
un “traductor” para que podamos oír sonidos del espacio exterior, en el que
el vacío casi total -es decir, la falta de aire que transporte las vibraciones- impide que el oído humano perciba algo:
https://canyouactually.com/nasa-actually-recorded-sound-in-space-and-its-absolutely-chilling/).
Por tanto, el sonido es un fenómeno que surge del encuentro entre lo que ocurre
fuera y dentro del sistema. Es otro tipo de “co-surgimiento dependiente”; como
en el dicho inglés, it takes two to tango.
Llevando esta conclusión a su extremo, podemos suponer
igualmente que el universo tampoco existe. No existe porque es otro fenómeno de
la conciencia que surge a semejanza del sonido. Lo único que hay es energía,
que podemos entender como una inmensa masa de vibraciones cuya naturaleza
última se nos escapa –esto es lo que el Dharma llama la “no-forma”. Estamos
inmersos en ese océano de vibraciones como un batiscafo sumergido en el fondo
de un mar en tinieblas. La mayor parte de esa masa nos es desconocida e
inaccesible; solo tenemos seis escotillas diversas que nos permiten atisbar
algunos contornos ahí fuera –esto son los cinco sentidos tradicionales más la
mente, que captan lo que en el Dharma se llama la “forma”. Pero, obviamente,
solo percibimos una fracción de la totalidad y de manera limitada por los
rasgos fisiológicos de nuestros sentidos; por ejemplo, solo somos capaces de
ver el espectro de vibraciones comprendido entre la luz infrarroja y la
ultravioleta.
Es una impresión que produce cierto vértigo: sentir que
llevamos el universo dentro de nosotros, en forma de un fenómeno que surge y se
reproduce a cada instante por el impacto sobre nuestros sensores de una enorme
masa de energía desconocida y, en último término, incognoscible. Nos estamos
inventando el universo a cada paso, literalmente, en un juego en el que somos a
la vez proyector, pantalla y protagonista de la acción.
Fa-yen fue a su maestro Na Han y le
dijo: “He venido a despedirme, maestro. A partir de ahora voy a vivir la vida
libre de impedimentos, así que mañana le dejaré”.
El maestro contestó: “De acuerdo, si
crees que estás listo”.
Fa-yen dijo: “Ah, sí, por supuesto
que estoy listo”.
“Bien”, dijo el maestro, “deja que
te ponga a prueba, solo para asegurarme. A menudo dices que el universo entero
lo crea la mente. Mira allá fuera, al jardín. ¿Ves esas grandes rocas? Ahora
dime: ¿están dentro de tu mente o fuera?”.
Sin titubear lo más mínimo, Fa-yen
replicó: “No hay verdad fuera de la mente; todas las cosas están dentro de
ella”.
El maestro se rió para sus adentros
y dijo: “Mejor que te vayas a dormir a pierna suelta. Va a ser un viaje muy
duro mañana, con todas esas rocas en tu mente”.
Fa-yen se puso colorado de vergüenza
y confusión, y clavó la mirada en el suelo.
Tras unos momentos, el maestro dijo:
“Cuando intentas comprender, eres como un hombre que sueña que puede ver. La
verdad está directamente enfrente de ti. Está viva y es infinitamente grande.
¿Cómo pueden contenerla las palabras humanas?”.
Dándose cuenta de su error, Fa-yen
se inclinó y dijo: “Por favor, maestro, enséñeme”.
El maestro dijo, “Bien, escucha.
Ahora no sabes lo que es la verdad. Este no-saber es la tierra, el sol, las
estrellas y el universo entero”.
En cuanto Fa-yen oyó estas palabras,
su mente se abrió de golpe.
Cuando lo vivo así, siento que ya no soy una cápsula de
“yo” en un vasto mundo que es “otro”; más bien soy como un buzo con escafandra
que anda por el fondo del mar, percibiendo solo el contorno interno de esa
escafandra (la impresión del universo sobre mis sentidos, que incluye mi
percepción de mí mismo). A semejanza de quien camina de noche sujetando en alto
un farol, allá donde voy, y haga lo que haga, llevo el mundo conmigo como un
halo que me envuelve porque habito un gran globo de realidad virtual que proyecto
desde dentro –el interfaz constantemente renovado de mis sentidos con el mundo
desconocido ahí fuera. Pero, gracias a la meditación, también sé que soy el
agua en la que estoy inmerso y que la escafandra no es más que una herramienta
que me permite desenvolverme en este lapso de existencia –el samsara de las ilusiones naturales.
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