jueves, 11 de febrero de 2016

Dharma y neurociencia (y 3)



Eh, a mí no me mires -¡yo estaba en contra del libre albedrío! 


A lo largo de varias páginas de su autobiografía, Oliver Sacks va exponiendo las tesis de Gerald Edelman, que presenta como revolucionarias. Dos ideas son fundamentales en su planteamiento:

1.      * Que las impresiones que recibimos del mundo mediante el proceso aferente no son algo pasivo que se registra o deposita, por así decirlo, en los sentidos sino una actividad creativa ininterrumpida a nivel neuronal que cada organismo realiza a su propia manera; y
2.      * Que esta representación del mundo está en constante cambio, en respuesta a circunstancias igualmente cambiantes.

Cuando se contempla en su conjunto, la visión de Edelman revela qué fatua es nuestra constante pretensión, plasmada en nuestro aspecto externo y comportamiento, de ser diferentes y especiales, cada uno como protagonista y centro del universo –al menos, en su propia experiencia. Pero, curiosamente, al tiempo que echa por tierra ese ídolo, sugiere una alternativa muy interesante: que cada uno somos individuales y únicos, pero a nivel neuronal y, por tanto, inconsciente.

¿Qué se desprende de todo esto? Que no hace falta esforzarse por ser diferente, especial o auténtico, porque ya lo somos; de hecho, no podemos evitarlo. Una vez más, los humanos nos equivocamos en dónde ponemos el foco. Somos como un copiloto engreído que se cree dueño del vehículo y héroe de un rally personal que transcurre en su imaginación: se cree, en suma, que la cosa va de él cuando en realidad solo es un espectador de primera fila con capacidad limitada para influir en el curso del vehículo. Al contrario de lo que se pudiera esperar, encuentro que esta interpretación no es pesimista sino extrañamente esperanzadora, aunque solo sea porque nos acerca algo más a la verdad de las cosas.

Para Edelman, la auténtica “maquinaria” funcional del cerebro la componen millones de grupos neuronales, organizados en unidades más grandes o “mapas”. Estos mapas, que continuamente se comunican siguiendo dibujos en constante cambio e inimaginablemente complejos, pero siempre significativos, pueden cambiar en cuestión de minutos o segundos. Uno recuerda la evocación poética del cerebro que hace C.S. Sherrington al calificarlo de “telar encantado”, en el que “millones de lanzaderas tejen a gran velocidad un dibujo que se disuelve, siempre un dibujo significativo, aunque nunca perdurable; una armonía cambiante de subdibujos”. (...)
A Edelman le gusta decir que, por lo que se refiere a la percepción de los objetos, el mundo no está “etiquetado”; no viene “ya clasificado en objetos”. Debemos llevar a cabo nuestras percepciones a través de nuestras propias categorizaciones. “Toda percepción es un acto de creación”, dice Edelman. A medida que nos movemos, nuestros órganos sensoriales toman muestras del mundo, y a partir de estas se crean los mapas del cerebro. Entonces, con la experiencia, tiene lugar un reforzamiento selectivo de esos mapas que se corresponden con las percepciones acertadas, en el sentido de que resultan más útiles y eficaces a la hora de construir “la realidad”. (...)
Edelman, que en una época se planteó se concertista de violín, también utiliza las metáforas musicales. En una entrevista emitida por la BBC, afirmó:

Piense: si tuviera cien mil cables que conectaran al azar a cuatro intérpretes de un cuarteto de cuerda, aun cuando estos no hablaran, las señales irían de un lado a otro de muchísimas maneras imperceptibles [como se puede ver generalmente mediante las sutiles interacciones no verbales entre los intérpretes] que conseguirían que toda la serie de sonidos formara un conjunto unificado. Así es como funcionan los mapas del cerebro mediante la reciprocidad.
Los intérpretes están conectados. Cada intérprete, al tocar la música de manera individual, se modula constantemente y es modulado por los demás. No existe una interpretación definitiva ni “magistral”; la música se crea de manera colectiva, y cada interpretación es única. Esta es la imagen que tiene Edelman del cerebro, como un artista, un conjunto, pero sin director, una orquesta que crea su propia música. (...)

A nivel neuronal, la individualidad está profundamente imbuida en nosotros desde el principio. Incluso a nivel motor, los investigadores han demostrado que un niño no sigue una pauta establecida para aprender a caminar o a la hora de coger algo. Cada bebé experimenta maneras distintas de coger un objeto, y en el curso de varios meses descubre o selecciona sus propias soluciones motoras. Cuando intentamos concebir la base neuronal de dicho aprendizaje individual, podemos imaginar una “población” de movimientos (y sus correlatos neuronales) reforzados o eliminados por la experiencia.
Surgen consideraciones parecidas en relación con la recuperación y rehabilitación de pacientes que han sufrido un ictus u otras lesiones. No hay reglas; no hay un camino prescrito para la recuperación; cada paciente tiene que descubrir o crear sus propias estructuras motoras y perceptivas, sus propias soluciones a los retos que se le presentan; y la función del terapeuta sensible es ayudarle en esa tarea.
Y, en su sentido más amplio, el darwinismo neural implica que estamos destinados, nos guste o no, a una vida de singularidad y autodesarrollo, a crear nuestros propios caminos individuales a través de la vida.

Pero eso no es todo. Hay investigaciones independientes (Benjamin Libet y otros) que apuntan a que nuestros cerebros también toman decisiones antes de que nuestra conciencia lo sepa: tanto nuestros movimientos (el proceso eferente) como la impresión de haberlos provocado mediante nuestro libre albedrío serían una consecuencia posterior de la actividad cerebral –lo que los psicólogos llaman un “epifenómeno”.

Si combinamos esta noción de la realidad como interpretación fluida del mundo hecha a nivel inconsciente y determinado por nuestra fisiología individual con la probabilidad de que las decisiones que tomamos también ocurran a un nivel inconsciente antes de que nos demos cuenta de ellas... ¿dónde queda entonces nuestra sensación de ser personas libres y responsables, sujetos con mérito y culpa?

Tanto el proceso aferente como el eferente están sometidos a ilusiones de la mente y los sentidos. Nuestra sensación subjetiva de ser “yo”, nuestra identidad, nuestra biografía... todo son cuentos que nos contamos para darle sentido a nuestra existencia. Preferimos casi cualquier ficción al vacío, incluso una ficción llena de sufrimiento, por mucho que los maestros afirmen que en ese aparente vacío está la liberación.

En definitiva, nacemos con una herencia genética que no elegimos; captamos el mundo mediante un equipamiento sensorial claramente limitado que elabora simulaciones aproximadas de lo que hay “ahí fuera”; respondemos al mundo sin tener conciencia de ello más que a posteriori; crecemos y nos desarrollamos moldeados por todo tipo de circunstancias externas y ajenas bajo la influencia de los padres, la familia, el sistema educativo, las amistades, la sociedad y la cultura del entorno... Es evidente que nosotros también somos un conglomerado de elementos dispares, incluso al nivel micro e inconsciente de nuestras operaciones sensoriales y motoras... ¡y aun así nos creemos agentes libres que eligen su destino, dotados de una esencia única, personal y permanente! ¿No es simplemente asombroso lo bien que Mara hace su trabajo?

No podemos evitar estar sujetos a las ilusiones de la mente y los sentidos, igual que tampoco podemos evitar ser únicos y originales –solo que a un nivel diferente del que imaginamos, más profundo y paradójicamente menos relacionado con nuestra identidad. Siempre vamos a tener que bailar al son que toquen estos seis instrumentistas. ¿Por qué tiene que ser una cantinela tragicómica entonada con instrumentos desafinados –la marcha fúnebre de dukkha? ¿No podemos probar músicas más vibrantes y alegres, en armonía con nuestra verdadera naturaleza humana?

Cuando pienso en lo que es nuestra vida diaria y lo que podría ser... Cada vez siento más que somos como turistas que han llegado por accidente a un escenario grandioso, de esos que quitan el hipo: ahí estamos, en medio de una inmensa maravilla que nos llama... cada uno, embebido en la pantallita de su teléfono móvil.

El Dharma natural no es una religión o una filosofía. Solo es una manera de levantar la vista de esa pantallita y contemplar de primeras el magnífico paisaje que nunca dejó de estar ahí.

lunes, 8 de febrero de 2016

Dharma y neurociencia (2)



El hecho de que todas nuestras percepciones estén “construidas” a base de elementos dispares implica que ellas tampoco tienen una sustancia intrínseca –es decir, están sujetas a la misma vacuidad que la noción budista de anatta atribuye a los fenómenos del mundo externo. No hay correspondencia entre lo que hay “ahí fuera” de verdad y lo que nuestros sentidos nos presentan como representación de eso que está “ahí fuera”. Todo es ficción. No captamos ninguna naturaleza intrínseca mediante los sentidos; lo que llamamos “realidad” ya es una realidad virtual, por mucho que la compartamos con los demás en una suerte de espejismo colectivo. Hay que recordar que los humanos somos únicos entre los seres vivos en que tardamos en torno a 18 años, según cuál sea el país y sus leyes, en alcanzar la edad adulta desde que nacemos. ¿Cuánto de ese periodo se dedica a educación desinteresada y cuánto a lo que podría considerarse “formateado”? En otras palabras, ¿qué proporción de nuestra percepción del mundo es natural y cuánta es cultural? 

Dejando de lado estas cuestiones por el momento, es evidente que esa representación mental-sensorial construida es práctica para la supervivencia pero su valor como verdad es relativo: es mapa y no territorio. Su aspecto varía de una especie a otra, según las necesidades evolutivas de cada cual. Por ejemplo, los humanos no vemos el mundo igual que una mosca o un camaleón, porque los ojos de cada uno son diferentes y nuestras necesidades vitales también.

Pero hay más: si todas nuestras percepciones se forman a base de elementos dispares que se combinan entre sí, tampoco son permanentes –es decir, están sujetas a la misma transitoriedad que la noción budista de anicca atribuye a los fenómenos del mundo externo. Como dijo Buda, y además confirma el sentido común, todo lo que tiene naturaleza de surgir tiene naturaleza de perecer (yam kinci samudaya dhammam sabbam tam nirodha dhammam). Según este modelo, en vez de percibir un mundo sólido y estable a través de los sentidos como quien se asoma por la ventana para contemplar el paisaje, lo que percibimos es más bien un caleidoscopio interno constantemente renovado por nuestro cerebro de acuerdo con los estímulos que los sentidos captan del aparente exterior y los patrones organizadores de la propia mente y memoria.

La práctica del Dharma revela esta cualidad discontinua básica del samsara que normalmente percibimos como algo continuo a través de los cinco sentidos y la mente. Esa práctica nos acerca todo lo que es humanamente posible a experimentar de primera mano la fuente común de toda experiencia. El sabor del Dharma es analítico, desde luego, pero no en sentido intelectual sino en el etimológico de “análisis”, que es soltar o liberar –como si disolviéramos las cadenas mentales que mantienen vinculados con eslabones falsos los componentes de nuestra experiencia y los captáramos sueltos, tal cual son.

Estas unidades básicas son lo que el Dharma llama “momentos de la mente”. La autobiografía de Oliver Sacks recoge esta idea como algo que la neurociencia está contemplando como hipótesis. Los investigadores que cita a continuación mencionan el budismo en alguna ocasión, así que no está claro si han llegado a este modelo de forma independiente o por el contrario lo han tomado prestado del Dharma, que por suerte para ellos no cobra derechos de autor (los subrayados son míos):

De repente me había puesto a pensar en el tiempo: el tiempo y la percepción, el tiempo y la conciencia, el tiempo y la memoria, el tiempo y la música, el tiempo y el movimiento. En concreto, había vuelto a la cuestión de si el paso aparentemente continuo del tiempo y el movimiento que nos indican nuestros ojos era una ilusión, de si nuestra experiencia visual consistía, de hecho, en una serie de “momentos” intemporales que luego quedaban soldados mediante algún mecanismo superior del cerebro. Comencé a remitirme de nuevo a las secuencias “cinematográficas” de imágenes fijas que me habían descrito los pacientes con migraña, y que yo había experimentado en alguna ocasión. (...)

Cuando le mencioné a Ralph [Siegel] que había comenzado a escribir acerca de todo eso, me dijo: “Tienes que leer el último artículo de Crick y Koch. En él proponen que la conciencia visual consiste realmente en una secuencia de “instantáneas”, que es la misma idea que tú manejas”

Es interesante contrastar este ambiente de efervescencia y cooperación en la búsqueda de una verdad común que en ocasiones se da en la investigación científica con el panorama que ofrecen las relaciones entre distintas escuelas budistas de hoy. ¿Hay lugar para colaborar en algo más allá de procurarse ventajas legales o materiales? ¿Queda algún vestigio de la búsqueda de una verdad, o incluso de una experiencia compartida como es el despertar que le da nombre al budismo? 

Que las experiencias que ocurren en la meditación se comparen con las que derivan de una dolencia física no debe asustarnos ni sorprendernos: ambas son modalidades que se alejan de lo habitual, aunque en sentidos opuestos. La comprensión de cómo funciona correctamente algo se beneficia mucho de analizar qué ocurre cuando funciona incorrectamente, como en este caso el sentido de la vista durante las migrañas. Sería muy interesante que estos neurocientíficos complementaran sus pesquisas probando por ejemplo a practicar la vipassana; quizá eso cambiaría cómo entienden el mecanismo de la vista. 

La paradoja es que mediante el uso de técnicas artificiales (pues los diversos métodos de meditación no son otra cosa), el sistema de cuerpo-mente humano puede regresar a la naturalidad perdida. Eso es lo que algunos maestros llaman la “meditación natural” –un concepto que da aparente cobertura a incautos y pícaros para rechazar cualquier técnica formal de meditación con la excusa de que no es natural. Sin embargo, de esa actitud solo se pueden esperar resultados similares a ponerle a un principiante frente al piano y pedirle que se convierta en otro Rubinstein sin practicar escalas, acordes o arpegios. Nos guste o no, salvo en casos aislados y extraordinarios el camino a lo natural pasa por lo artificial –cosa que, otra vez gracias a la etimología, podemos entender de forma más amable como hecho con arte”. La meditación no es algo de plástico y lleno de aditivos, que es lo que se entiende por artificial hoy día. Al contrario, es un arte, y los meditadores son artistas cuyo material es la energía misma que subyace en toda experiencia humana.

miércoles, 3 de febrero de 2016

Dharma y neurociencia



La lectura reciente de algunos libros sobre neurociencia me ha vuelto a despertar la emoción del descubrimiento y ha supuesto un refuerzo inesperado aunque naturalmente bienvenido de varias enseñanzas que recibí de Shanjian. Ahora entiendo mejor la frase de Einstein: La más bella y profunda emoción que nos es dado sentir es la sensación de lo místico. Ella es la que genera toda verdadera ciencia. El hombre que desconoce esa emoción, que es incapaz de maravillarse y sentir el encanto y el asombro, está prácticamente muerto. ¡Ojalá todas las sorpresas fuesen así!

Tampoco es que me tome la ciencia como dogma de fe, y por desgracia me falta formación para adentrarme en estas cuestiones y analizarlas más allá de la pura divulgación que hacen otros, de manera que en este campo me veo reducido a la indeseable condición de comer la comida que otros han masticado por mí. Aún así, detecto correspondencias alentadoras entre las piezas del rompecabezas que intentan componer los neurólogos y las que manejo en el Dharma: algunos encajes parecen firmes, otros están meramente adumbrados. Para mí todo esto tiene un enorme interés; la verdad es que lo encuentro fascinante.

A eso se le añade que varios de estos avances se están realizando en el campo de la percepción visual, que fue también el campo de investigación de Shanjian con Leon Festinger en Nueva York y que más adelante le proporcionó una vía de acceso al Dharma. Recibo como una especie de regalo que eso mismo sea el área de interés preferente en estos estudios, pues me permite captar más a fondo cómo y por qué aquel psicólogo-biólogo hippie de los años 70 empezó a convertirse en el consumado maestro del Dharma que conocí treinta años después.

Uno de los efectos colaterales de estos hallazgos para mí es que reivindican cuál es el espíritu que considero propio del Dharma: algo íntimamente ligado a la investigación, la curiosidad y al esfuerzo compartido entre pares, alejado por igual de los lugares comunes de las terapias para sentirse mejor y de las pías monsergas religiosas; una manera de acercarnos lo más posible a experimentar “lo que hay”, sea lo que sea. Por eso su foco no está en nosotros y lo que nos pasa, sino más allá: es una respuesta vital a la eterna pregunta de “¿Qué co** está pasando aquí?”.

Como deja claro Oliver Sacks en varios momentos de su autobiografía En movimiento, eso que llamamos la “realidad” es algo que no es tan “real” sino una composición artificial de la mente (los subrayados son míos):

Los dos [Richard Gregory y Oliver Sacks] sentíamos un especial interés por el sistema visual del cerebro y por cómo nuestra capacidad de reconocimiento visual podía verse socavada por una lesión o enfermedad, o engañada por ilusiones visuales. Estaba convencido de que las percepciones no eran simples reproducciones de los datos sensoriales procedentes del ojo o el oído, sino que el cerebro tenía que “construirlas”, y que en esa construcción debían colaborar muchos subsistemas del cerebro, con la ayuda constante de la memoria, la probabilidad y la expectativa.
Durante una larga y productiva carrera, Richard demostró que las ilusiones visuales resultaban fundamentales a la hora de comprender todo tipo de funciones neurológicas. El juego era fundamental para él, ya fuera como juego intelectual (siempre tenía un juego de palabras en la punta de la lengua) o como método científico. Su idea era que el cerebro jugaba con ideas, que lo que llamamos percepciones eran en realidad “hipótesis perceptivas” que el cerebro construía y con las que jugaba

Así se entiende mejor por qué a los adultos nos encandila la magia y en cambio a los niños pequeños no tanto: ellos no tienen suficiente experiencia del mundo como para calcular probabilidades y generar expectativas; para ellos, casi todo es mágico. 

Para nosotros, en cambio, el encanto de la magia es que nos sorprende al desbaratar nuestras expectativas: vemos una mano, un vaso o una chistera vacía, y de repente, sin darnos cuenta de cómo o por qué, de ahí salen una paloma, una moneda o un pañuelo. Eso nunca es así en la realidad convencional. El deleite de la magia está en el shock de la expectativa frustrada, en el “cambiazo” presentado de forma hábil o incluso poética.

Shunryu Suzuki decía que en la mente del principiante hay muchas posibilidades, pero en la del experto hay pocas. Por eso nos encanta la magia: aunque sepamos que hay truco, si está bien hecha subvierte nuestros cálculos y expectativas, fraguados durante años de vida adulta, sobre cómo funciona el mundo y nos devuelve, aunque solo sea unos instantes, a una infancia neuronal” llena de posibilidades insospechadas,