La verdad es
que la mayoría de nosotros somos incapaces de soportar sentirnos comunes y
corrientes; casi preferiríamos ser especiales o morir. El principal culpable de
esto, por supuesto, es nuestra identidad, a la que tratamos como nuestra
posesión más preciada, permitiéndole que maneje nuestras vidas.
Estamos presos
de un espejismo colosal, que sin embargo tiene terribles consecuencias
prácticas para nuestro entorno y para las vidas que vivimos. Nos sometemos al
imperio de la ley humana, que en realidad es ajena e ignorante de la Fuerza de la Vida. Violamos nuestra conexión con la
naturaleza, le damos la espalda a nuestro potencial intrínseco, y nos topamos
con toda suerte de problemas y conflictos no naturales en la red enmarañada de
intereses de la identidad que gobierna nuestras vidas. No es ninguna sorpresa
que suframos. Es más, somos
propensos a gritar “¡Qué injusticia!” ante cualquier revés, cuando de hecho
somos culpables de la primera y más grave ofensa.
Pero veamos algunos ejemplos concretos
un momento.
Presentas una
idea brillante y otro se apunta el mérito.
Alguien mete
la pata y te toca arreglar los desperfectos que ha dejado tras de sí.
Confías en alguien y traiciona tu
confianza, yéndose de la lengua con un tercero.
Te pasan por alto para una promoción que
te mereces en el trabajo.
Son casos cotidianos en los que muy
probablemente sientes tu dignidad ofendida por una injusticia que clama al
Cielo. Pero esta reacción común evita el meollo de la cuestión, que es la injusticia
máxima que hemos cometido para empezar: el daño que nos hemos hecho a nosotros
mismos y a toda la vida al ponernos del lado de las identidades y arrojar a
nuestra propia naturaleza a un ostracismo injustificado. Nuestra indignación
solo refleja la mitad de la verdad.
Hay un vertido en alta mar y de repente
tu televisión muestra imágenes de pelícanos cubiertos de viscoso y negro
chapapote, aleteando impotentes para escapar del desastre volando.
Hay un incendio forestal porque algún
individuo o empresa quiere urbanizar ese pedazo de suelo en concreto. Todo tipo
de árboles, arbustos y animales, incapaces de escapar a la furia de las llamas,
quedan reducidos a cenizas.
Ves un bonsai de una especie por lo demás majestuosa, encogido a tamaño
pigmeo para satisfacer el engreimiento humano con todo tipo de trucos que
impiden su crecimiento natural.
Lees sobre gansos a los que se ceba
dolorosamente y se sacrifica para disfrute de unos pocos paladares exigentes.
Una vez más, tu sensación de agravio se
enciende, esta vez en aparente defensa de la Fuerza de la Vida de los demás...
pero también te quedas corto y yerras el tiro si no te incluyes a ti mismo en
el cuadro. Porque nosotros también hemos cubierto nuestra propia naturaleza con
el chapapote de nuestra confusión, la hemos quemado con el fuego de nuestros
deseos, la hemos mutilado hasta someterla con las tijeras podadoras de nuestra
aversión y hemos intentado cebarla con la comida basura de nuestra identidad.
¿No estás de
acuerdo en que la mayoría de las veces este sentido de indignación por la
injusticia que cometen los demás tiene un conveniente efecto narcótico sobre tu
disposición a examinarte honradamente a ti mismo antes de tirar la primera
piedra?
Pero volvamos a nuestra pregunta
inicial. ¿Qué hacemos cuando nos cruzamos con una injusticia cometida contra
nosotros o contra otros?
El primer
paso, por supuesto, debe ser restaurar la justicia dentro de nosotros y hacer
las paces con nuestra naturaleza distanciada. Solo entonces estaremos en posición
de revisar la situación tranquilamente, con compasión, afecto benevolente y
ecuanimidad, y hacernos esta pregunta: Esta aparente injusticia, ¿de verdad le
está haciendo daño a la Fuerza de la Vida (es decir, a nuestro derecho o el de
cualquier otro ser vivo a sobrevivir) o por el contrario le está haciendo daño
a nuestra identidad o la suya?
Sabemos que las identidades no son
naturales y por tanto no tienen nada que reclamar con respecto al derecho a
sobrevivir de la Fuerza de la Vida; sin embargo, también sabemos qué bien
imitan sus modos y maneras y usurpan sus prerrogativas. Debemos andarnos con
mucho cuidado en nuestra evaluación.
Bodhidharma tenía
algo interesante que decir sobre cuando sufrimos una injusticia:
Cuando los que buscan un camino se topan con una
adversidad, deberían pensar para sí mismos: “En incontables edades pasadas le
he dado la espalda a lo esencial para irme a lo trivial y he errado por todo
tipo de existencias, a menudo airado sin causa y culpable de transgresiones sin
número. Ahora, aunque no cometo mal alguno, se me castiga por mi pasado. Ni los
dioses ni los hombres pueden prever cuándo dará fruto un acto malvado. Lo
acepto con el corazón abierto y sin quejarme de la injusticia”. El sutra dice: “Cuando
te cruzas con la adversidad no te enojes, porque tiene sentido”. Si mantienes
esa comprensión, estás en armonía con la razón. Y al sufrir la injusticia
entras en el camino.
Nos perdemos
el mensaje esencial si interpretamos que esto se refiere a vidas pasadas o a
otras fantasías de escaso valor práctico aquí y ahora. La verdad del asunto es
que Bodhidharma está hablando del interminable ciclo de renacimientos de la
identidad, en el que hemos estado enmarañados desde tiempos inmemoriales –esto
es, desde el principio de nuestra vida, “dándole
la espalda a lo esencial para irnos a lo trivial y errando por todo tipo de
existencias, a menudo airados sin causa y culpables de transgresiones sin
número”. Al seguir el tortuoso camino del deseo y apego de la identidad, hace
tiempo que hemos olvidado nuestra verdadera naturaleza de seres humanos y nos
hemos conformado con una imitación de tercera categoría. Esta es en sí misma la
madre de todas las injusticias contra la Fuerza de la Vida –y allá donde
vayamos, llevamos a cuestas sus semillas y de vez en cuando sus amargos frutos,
mientras no nos zafemos de su trampa.
Es esto, un
karma que hemos acumulado nosotros y nadie más, lo que distorsiona
irremisiblemente nuestra experiencia de la injusticia. Mientras no nos
enfrentemos a esa realidad, nuestra visión de lo que es justo e injusto será
irremediablemente defectuosa. Tenemos que aceptar nuestra responsabilidad por esta
escisión que hay en nuestro interior y comprometernos a repararla.
En cuanto admitimos la injusticia
primordial que llevamos dentro, damos un primer paso crucial para remediarla,
recobramos una perspectiva correcta sobre la vida y recuperamos nuestro lugar
en el orden general del universo.
Al hacerlo,
podemos encontrarle un buen uso a las ocasiones en las que sufrimos la injusticia –de hecho, el mejor
uso posible: el que disuelve nuestro sufrimiento, desactiva las trampas de
nuestra indignación llena de identidad, y nos deja en posición de asegurarnos
que servimos a la Fuerza de la Vida en todas las circunstancias y lo mejor que podemos.
Solo entonces
seremos capaces de “aceptarlo con el corazón abierto y sin quejarnos de la
injusticia” –cuando el lodo del sufrimiento de la identidad produzca la flor de
loto de la comprensión y la rectitud.
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