El siguiente
texto de Shanjian Dashi sobre la injusticia es también una exposición diáfana,
sencilla y cercana de qué es el Dharma en el fondo, una vez se aparta toda la
hojarasca exótica que a menudo camufla su verdadera naturaleza. Tras todos
estos años con él y sin él, me sigue asombrando su capacidad para poner el dedo
en la llaga como paso previo, doloroso a veces pero necesario, para curarla.
En este
caso, su enseñanza me resuena especialmente por algunas imágenes que yo también
había usado en mis escritos y en conversaciones con él, pero que él lleva
varios pasos más allá. Me lo tomo como una amable reconvención y un
recordatorio de que siempre hay que mirar más allá de las golosinas que nos
presentan las identidades –también las intelectuales o literarias, ya que a fin
de cuentas la mente no es más que otro sentido, con sus propios placeres
sensuales.
Hay dos
noticias ocurridas hace poco, cada una dramática a su manera, que relaciono con
esta enseñanza porque muestran hasta qué punto buscamos razones externas para sentirnos
injustamente agraviados o maltratados por la fortuna, como si eso compensara la
injusticia primordial que según Shanjian llevamos dentro.
Una tiene
que ver con un joven extranjero, recientemente liberado de una cárcel española
tras haberse demostrado que no cometió la violación por la que ha pasado trece
años entre rejas. Como parece habitual, al poco de ingresar en prisión sufrió
una brutal paliza a manos de otros internos, empeñados en castigar su crimen como
si eso les redimiera a ellos, que habrían cometido delitos menos repugnantes en
comparación. En este triste ciclo de rechazo y humillación, los ofendidos buscan
consuelo encontrando a otros más reprobables que ellos y luego tomándose la
injusticia por su mano.
El segundo
caso tiene que ver con un accidente de autobús en el que hace días murieron
varias estudiantes extranjeras en una carretera española. Varios padres
acudieron desde sus países de origen a recoger los restos de sus hijas. Uno de
ellos, con una actitud comprensible por la conmoción y el dolor del momento
aunque totalmente irracional, lamentaba que había enviado a su hija a un país
amigo y ahora se la devolvían muerta. Un accidente imprevisible en un lugar
vecino con condiciones muy similares de tráfico, leyes y
cultura se convertía así en la afrenta injustificable de un país entero, culpable
colectivo de su tragedia. Es como si un dolor intolerable se hiciera más
llevadero cuando se combina con la sensación de agravio.
Ambas parecen
reacciones extremas, pero a pequeña escala las vemos y vivimos casi a diario. El problema siempre son los otros, y si no están a mano nos permitimos cualquier manipulación mental con tal de traerlos a escena, porque se trata de que veamos la paja en ojo ajeno antes que la viga en el propio. Este
texto de Shanjian explica muy bien por qué. Es una entrada larga, pero merece
la pena:
¿Cómo
afrontamos la injusticia en nuestras vidas, sobre todo dado nuestro potencial
inherente para la compasión y el afecto benevolente? Esto dista mucho de ser
una cuestión académica, ya que la mayoría de nosotros nos hemos cruzado o nos
cruzaremos con la injusticia en una forma u otra a lo largo de nuestras vidas.
Quizá no nos afecte directamente si tenemos suerte, pero aún así plantea una pregunta
peliaguda: ¿qué hacemos cuando nos enfrentamos a la violación de nuestro sentido
de lo que está bien y lo que está mal?
En cualquier discusión sobre la
injusticia, haremos bien en considerar su opuesto polar, sin el cual no podría
existir. Debemos tener en cuenta los dos aspectos de la cuestión a la vez para lograr
una visión equilibrada.
Así pues, ¿qué es en realidad la justicia?
Bien, si la tomamos tal cual, sería “lo
que es justo”, entendido como “lo que encaja”.
Pero eso plantea la pregunta: ¿lo que
encaja en qué?
Ay, ése es el problema. Hay muchos
candidatos para ese criterio. De hecho, puede que
haya tantas varas de medir para la justicia como personas hay en este planeta,
aunque por motivos prácticos los humanos las hemos reducido al número de países
que existen en el globo terráqueo, más o menos.
Sin duda hay otros criterios que aspiran
a ser universales y atravesar las fronteras nacionales, pero en realidad están
muy lejos de contar con un respaldo universal. Los occidentales tienen sus
derechos humanos, los musulmanes tienen su shari’a,
los indios andinos tienes sus códigos ancestrales... pero todos se quedan
cortos a la hora de ganarse la aprobación generalizada porque parecen ser específicos
de las culturas que los vieron nacer.
Sin embargo, todos ellos comparten un
rasgo que los mancha por igual: están hechos por el hombre y se ajustan a una
idea cognitiva de la justicia –además de reflejar a menudo circunstancias
históricas obsoletas superadas hace mucho tiempo.
¿Hay alguna salida de este punto muerto
de ideas irreconciliables y parciales de lo que es la justicia?
Sí que lo hay, sin duda. Hay un criterio
que no está hecho por el hombre y opera a través de la naturaleza. Lo llamamos
la Fuerza de la Vida. Es lo que anima a todo ser vivo y lo mantiene con vida.
¿Podríamos decir, entonces, que
cualquier cosa que protege, favorece y beneficia a la Fuerza de la Vida es
justo? ¿Y que cualquier cosa que degrada, daña o destruye la Fuerza de la Vida
es injusto?
Parece que aquí caminamos sobre una base más
sólida, ya que hemos eliminado la inevitable arbitrariedad de los sistemas de
justicia humanos. La Fuerza de la Vida es
inequívoca y no admite distinciones de género, raza, clase o ni siquiera
especie.
Sin embargo, quizá tengamos que renunciar a un vasto repertorio de nociones y expectativas de privilegio muy queridas a cambio de esa base firme. Es así porque a la Fuerza de la Vida solo le interesa una cosa: la SUPERVIVENCIA –nada sofisticado o lujoso, y desde luego nada “a la carta”. La supervivencia pura y dura, sin adornos.
Más aún, esta Fuerza de la Vida es la
misma en los humanos y en otros seres vivos, así que si la adoptamos como criterio
debemos honrar esa condición común y reconocer el derecho inherente de cada ser
vivo a seguir con vida, limitado únicamente por el derecho de otros organismos
a sobrevivir también, con el potencial de conflicto natural que es inherente a
la lucha por la supervivencia y el proceso de selección natural.
Esto, por
cierto, se acerca mucho más a la verdadera etimología de “justicia”, que es la
cualidad de ius, el derecho natural,
en oposición a lex, la ley humana.
Pero date cuenta de lo siguiente: el derecho a
seguir con vida de todo ser solo está limitado por su conflicto potencial natural con el derecho a seguir con vida
de otros seres. Una vez más, la mera supervivencia es el único principio
válido. En otras palabras, es injusto privar a cualquier ser vivo de su derecho
a vivir de acuerdo con su propia naturaleza por cualquier motivo excepto
nuestra propia supervivencia –no porque nos guste, no porque seamos
descuidados, no porque sea conveniente o lucrativo. La vida se alimenta de vida,
de manera que la muerte es inevitable; pero no deberíamos matar o dañar la
integridad de cualquier ser vivo a menos que sea absolutamente necesario, y en
ese caso, solo con la máxima conciencia posible del sacrificio que eso implica.
Éste es por
tanto un criterio universal de justicia, aplicable a todas las formas de vida
del planeta Tierra, que parece el más equitativo porque no gira en torno al equivocado
sentido humano de su propia importancia y superioridad. Si lo adoptamos, es un
testimonio de nuestra condición exaltada como único ser terrenal que es capaz
de actuar como cuidador de toda la biosfera, asegurando así la supervivencia no
de seres vivos individuales sino de la Fuerza
de la Vida en su totalidad.
El problema es
que nosotros los humanos tendemos a pasar por alto lo que es esencial en la
vida y enamorarnos de los adornos; de hecho, parece como su la mayoría de
nuestras vidas no consistiera de otra cosa que añadidos, elaboraciones y adornos que le endosamos a este impulso básico de sobrevivir, que
compartimos con los animales y las plantas. A fin de cuentas, un estilo de vida
que nada más se ocupara de nuestras puras necesidades físicas y mentales se nos
haría insoportablemente aburrido en esta época de consumismo desbocado,
entertenimiento de masas y gratificación instantánea. A esta alternativa
fabricada por el hombre la llamamos “cultura” y sentimos que nos eleva por
encima del humilde reino de los instintos toscos que gobiernan a otros seres
terrenales. Nos hace sentirnos únicos, privilegiados y con derecho a dominarlo
todo –nuestro “destino manifiesto” de explotar la abundancia de la naturaleza
mientras esté ahí, al alcance de nuestras manos.
Así pues, éste
es nuestro reto. ¿Estamos dispuestos a tirar por la borda el sentido de nuestra
propia importancia y nuestros derechos adquiridos junto con nuestro sesgado
sentido de la justicia? ¿Podemos recuperar nuestra condición de guardianes del
Jardín del Edén, incluso si eso supone volvernos más comunes y corrientes a nuestro
parecer?
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