jueves, 24 de marzo de 2016

Enseñanza de Shanjian sobre la injusticia (1)



El siguiente texto de Shanjian Dashi sobre la injusticia es también una exposición diáfana, sencilla y cercana de qué es el Dharma en el fondo, una vez se aparta toda la hojarasca exótica que a menudo camufla su verdadera naturaleza. Tras todos estos años con él y sin él, me sigue asombrando su capacidad para poner el dedo en la llaga como paso previo, doloroso a veces pero necesario, para curarla.

En este caso, su enseñanza me resuena especialmente por algunas imágenes que yo también había usado en mis escritos y en conversaciones con él, pero que él lleva varios pasos más allá. Me lo tomo como una amable reconvención y un recordatorio de que siempre hay que mirar más allá de las golosinas que nos presentan las identidades –también las intelectuales o literarias, ya que a fin de cuentas la mente no es más que otro sentido, con sus propios placeres sensuales.

Hay dos noticias ocurridas hace poco, cada una dramática a su manera, que relaciono con esta enseñanza porque muestran hasta qué punto buscamos razones externas para sentirnos injustamente agraviados o maltratados por la fortuna, como si eso compensara la injusticia primordial que según Shanjian llevamos dentro.

Una tiene que ver con un joven extranjero, recientemente liberado de una cárcel española tras haberse demostrado que no cometió la violación por la que ha pasado trece años entre rejas. Como parece habitual, al poco de ingresar en prisión sufrió una brutal paliza a manos de otros internos, empeñados en castigar su crimen como si eso les redimiera a ellos, que habrían cometido delitos menos repugnantes en comparación. En este triste ciclo de rechazo y humillación, los ofendidos buscan consuelo encontrando a otros más reprobables que ellos y luego tomándose la injusticia por su mano. 

El segundo caso tiene que ver con un accidente de autobús en el que hace días murieron varias estudiantes extranjeras en una carretera española. Varios padres acudieron desde sus países de origen a recoger los restos de sus hijas. Uno de ellos, con una actitud comprensible por la conmoción y el dolor del momento aunque totalmente irracional, lamentaba que había enviado a su hija a un país amigo y ahora se la devolvían muerta. Un accidente imprevisible en un lugar vecino con condiciones muy similares de tráfico, leyes y cultura se convertía así en la afrenta injustificable de un país entero, culpable colectivo de su tragedia. Es como si un dolor intolerable se hiciera más llevadero cuando se combina con la sensación de agravio.

Ambas parecen reacciones extremas, pero a pequeña escala las vemos y vivimos casi a diario. El problema siempre son los otros, y si no están a mano nos permitimos cualquier manipulación mental con tal de traerlos a escena, porque se trata de que veamos la paja en ojo ajeno antes que la viga en el propio. Este texto de Shanjian explica muy bien por qué. Es una entrada larga, pero merece la pena:

¿Cómo afrontamos la injusticia en nuestras vidas, sobre todo dado nuestro potencial inherente para la compasión y el afecto benevolente? Esto dista mucho de ser una cuestión académica, ya que la mayoría de nosotros nos hemos cruzado o nos cruzaremos con la injusticia en una forma u otra a lo largo de nuestras vidas. Quizá no nos afecte directamente si tenemos suerte, pero aún así plantea una pregunta peliaguda: ¿qué hacemos cuando nos enfrentamos a la violación de nuestro sentido de lo que está bien y lo que está mal?

En cualquier discusión sobre la injusticia, haremos bien en considerar su opuesto polar, sin el cual no podría existir. Debemos tener en cuenta los dos aspectos de la cuestión a la vez para lograr una visión equilibrada.

Así pues, ¿qué es en realidad la justicia?

Bien, si la tomamos tal cual, sería “lo que es justo”, entendido como “lo que encaja”.

Pero eso plantea la pregunta: ¿lo que encaja en qué?

Ay, ése es el problema. Hay muchos candidatos para ese criterio. De hecho, puede que haya tantas varas de medir para la justicia como personas hay en este planeta, aunque por motivos prácticos los humanos las hemos reducido al número de países que existen en el globo terráqueo, más o menos.

Sin duda hay otros criterios que aspiran a ser universales y atravesar las fronteras nacionales, pero en realidad están muy lejos de contar con un respaldo universal. Los occidentales tienen sus derechos humanos, los musulmanes tienen su shari’a, los indios andinos tienes sus códigos ancestrales... pero todos se quedan cortos a la hora de ganarse la aprobación generalizada porque parecen ser específicos de las culturas que los vieron nacer.

Sin embargo, todos ellos comparten un rasgo que los mancha por igual: están hechos por el hombre y se ajustan a una idea cognitiva de la justicia –además de reflejar a menudo circunstancias históricas obsoletas superadas hace mucho tiempo.

¿Hay alguna salida de este punto muerto de ideas irreconciliables y parciales de lo que es la justicia?

Sí que lo hay, sin duda. Hay un criterio que no está hecho por el hombre y opera a través de la naturaleza. Lo llamamos la Fuerza de la Vida. Es lo que anima a todo ser vivo y lo mantiene con vida.

¿Podríamos decir, entonces, que cualquier cosa que protege, favorece y beneficia a la Fuerza de la Vida es justo? ¿Y que cualquier cosa que degrada, daña o destruye la Fuerza de la Vida es injusto?

Parece que aquí caminamos sobre una base más sólida, ya que hemos eliminado la inevitable arbitrariedad de los sistemas de justicia humanos. La Fuerza de la Vida es inequívoca y no admite distinciones de género, raza, clase o ni siquiera especie.

Sin embargo, quizá tengamos que renunciar a un vasto repertorio de nociones y expectativas de privilegio muy queridas a cambio de esa base firme. Es así porque a la
Fuerza de la Vida solo le interesa una cosa: la SUPERVIVENCIA –nada sofisticado o lujoso, y desde luego nada “a la carta”. La supervivencia pura y dura, sin adornos. 

Más aún, esta Fuerza de la Vida es la misma en los humanos y en otros seres vivos, así que si la adoptamos como criterio debemos honrar esa condición común y reconocer el derecho inherente de cada ser vivo a seguir con vida, limitado únicamente por el derecho de otros organismos a sobrevivir también, con el potencial de conflicto natural que es inherente a la lucha por la supervivencia y el proceso de selección natural.

Esto, por cierto, se acerca mucho más a la verdadera etimología de “justicia”, que es la cualidad de ius, el derecho natural, en oposición a lex, la ley humana.

Pero date cuenta de lo siguiente: el derecho a seguir con vida de todo ser solo está limitado por su conflicto potencial natural con el derecho a seguir con vida de otros seres. Una vez más, la mera supervivencia es el único principio válido. En otras palabras, es injusto privar a cualquier ser vivo de su derecho a vivir de acuerdo con su propia naturaleza por cualquier motivo excepto nuestra propia supervivencia –no porque nos guste, no porque seamos descuidados, no porque sea conveniente o lucrativo. La vida se alimenta de vida, de manera que la muerte es inevitable; pero no deberíamos matar o dañar la integridad de cualquier ser vivo a menos que sea absolutamente necesario, y en ese caso, solo con la máxima conciencia posible del sacrificio que eso implica.

Éste es por tanto un criterio universal de justicia, aplicable a todas las formas de vida del planeta Tierra, que parece el más equitativo porque no gira en torno al equivocado sentido humano de su propia importancia y superioridad. Si lo adoptamos, es un testimonio de nuestra condición exaltada como único ser terrenal que es capaz de actuar como cuidador de toda la biosfera, asegurando así la supervivencia no de seres vivos individuales sino de la Fuerza de la Vida en su totalidad.

El problema es que nosotros los humanos tendemos a pasar por alto lo que es esencial en la vida y enamorarnos de los adornos; de hecho, parece como su la mayoría de nuestras vidas no consistiera de otra cosa que añadidos, elaboraciones y adornos que le endosamos a este impulso básico de sobrevivir, que compartimos con los animales y las plantas. A fin de cuentas, un estilo de vida que nada más se ocupara de nuestras puras necesidades físicas y mentales se nos haría insoportablemente aburrido en esta época de consumismo desbocado, entertenimiento de masas y gratificación instantánea. A esta alternativa fabricada por el hombre la llamamos “cultura” y sentimos que nos eleva por encima del humilde reino de los instintos toscos que gobiernan a otros seres terrenales. Nos hace sentirnos únicos, privilegiados y con derecho a dominarlo todo –nuestro “destino manifiesto” de explotar la abundancia de la naturaleza mientras esté ahí, al alcance de nuestras manos.

Así pues, éste es nuestro reto. ¿Estamos dispuestos a tirar por la borda el sentido de nuestra propia importancia y nuestros derechos adquiridos junto con nuestro sesgado sentido de la justicia? ¿Podemos recuperar nuestra condición de guardianes del Jardín del Edén, incluso si eso supone volvernos más comunes y corrientes a nuestro parecer?

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