sábado, 20 de septiembre de 2014

Arquímedes y la originación dependiente




Hace siglos, un sabio dijo: “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”. Se refería al mundo físico, pero, sin darnos cuenta, todos aplicamos su principio en la vida diaria, sobre todo en nuestras relaciones con los demás: siempre estamos cortando la aparente realidad en partes separadas fácilmente manejables y luego buscando un punto sólido para basar en él nuestros deseos, quejas y reclamaciones –en otras palabras, para mover el mundo a nuestro antojo.

Pero lo cierto es que la realidad es continua, no discreta –no lo es “ahí fuera”, como ya sabemos gracias a la ciencia del siglo pasado, y mucho menos en la maraña de las relaciones humanas. No hay puntos de apoyo unívocos; todo es una red inconcebiblemente vasta y compleja de ciclos de causa y efecto entrelazados, que se perpetúa sin inicio ni final a la vista. Y aunque manejarse así puede resultar práctico a corto plazo, no responde a cómo son las cosas en el fondo. Buscamos una tierra firme que no existe; naturalmente, cualquier pretensión que edifiquemos sobre arenas movedizas está condenada al desequilibrio, con todas sus consecuencias –normalmente, el inicio de nuevos círculos malsanos de causa y efecto.

Mira cualquier conflicto entre personas y verás cómo cada uno busca un punto absoluto en el que fijar su reclamación de manera incontestable –lo mismo si son hostilidades atávicas como la de israelíes y palestinos que si es una simple discusión de pareja. ¿Quién tiró la primera piedra? La culpa siempre es del otro, que fue quien ofendió primero; pero, para cualquier agravio que alegue una parte, la otra es capaz de remontarse más atrás para sentirse injustamente agraviada en una etapa anterior, y así se van encadenando las reclamaciones. Es una carrera de argumentos sin fin.

Fiel a esa manera de parcelar la experiencia en busca de referencias sólidas, la misma religión judeocristiana nos ofrece la ilusión de que todo tuvo un principio: una Creación del universo (a manos de un Dios personal, como nosotros); un inicio del mal (el Jardín del Edén); un primer crimen (Caín y Abel), etc.; y también hay un final, claro, en forma de Juicio universal. Es la misma visión limitada, que crea tantos problemas como resuelve, o más.

En el Dharma hablamos de la originación dependiente, que explica el ciclo incesante por el que se perpetúa el sufrimiento con nuestra colaboración inconsciente. Como buen ciclo, no tiene principio ni fin. Según cómo se explique, puede parecer algo abstracto y académico, sin vínculo posible con nuestra experiencia, pero el genio de Buda lo convierte en algo práctico y sumamente relevante a nuestra vida diaria:

“Me insultaron; me hicieron daño; me derrotaron; me engañaron”. El odio nunca cesará en quienes albergan esos pensamientos. “Me insultaron; me hicieron daño; me derrotaron; me engañaron”. El odio cesará en quienes no albergan esos pensamientos. Porque el odio nunca se conquista mediante el odio; el odio se conquista mediante el amor. Esta es una ley eterna. Muchos no se dan cuenta de que todos hemos de acabar nuestros días aquí; pero los que sí se dan cuenta terminan sus disputas al instante.

Estas enseñanzas se encuentran al principio del Dhammapada, que tradicionalmente se ha considerado un texto para principiantes, y sin embargo contienen la esencia de la originación dependiente, que en teoría es una enseñanza avanzada. 

Como dijo el propio Buda, “igual que en el gran océano solo hay un sabor –el sabor de la sal– así en esta doctrina y disciplina solo hay un sabor –el sabor de la liberación”. Igual que en un holograma, la totalidad del Dharma está contenida en cada una de sus partes, si sabemos verla.

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