Se
acerca la Navidad y con ella, otra oportunidad de sentirse ajeno a una gran
ilusión compartida por la inmensa mayoría, al menos en su conducta. ¡Qué suerte!
No es
por ser aguafiestas, pero se puede encarar como un buen entrenamiento para el
despertar budista, donde nos liberamos del espejismo colectivo que nos tiene hipnotizados,
dando vueltas a una noria inventada que construimos entre todos, huyendo del
sufrimiento en pos de una falsa felicidad. Así aprendemos a ir contracorriente,
haciendo caso a la voz interna y no a los cantos de sirena que llegan de fuera.
Como los salmones, nuestra meta está río arriba.
Es
curioso que, hablando con la gente, cuesta encontrar a un adulto que
realmente celebre la llegada de esta fiesta. Más bien al contrario, aparte de la
posible reunión con allegados queridos y ausentes, muchos resienten estas
fechas con su sarta interminable de obligaciones y expectativas: codearse con
las muchedumbres en la gran fiesta del consumo superfluo, acertar con los
regalos, cocinar para un batallón, poner belenes y decorar árboles de Navidad, vivir
en incómoda cercanía con la familia: estar impecablemente elegantes y
ocurrentes con la propia, comprensivos y agradecidos con la política, pacientes
y atentos con la chiquillería, en suma, agradables y conciliadores con todos...
¡No es de extrañar que las cifras de divorcio se disparen en enero, recién salidos
del túnel navideño!
En el
budismo se habla de la falsa felicidad, que depende de las cambiantes circunstancias
externas, para contraponerla con la verdadera, que es parte de nuestra propia naturaleza
y es incondicional. Bien, pues en estas fechas se nos incita a rizar el rizo y crear
una felicidad doblemente falsa, en la que muchos escenifican de puertas afuera
unos sentimientos que se les suponen pero que no sienten en absoluto. The show must go on...
¿Y los
niños? Aunque parecen los grandes protagonistas, les hacemos un flaco favor.
Primero, porque hemos convertido una fiesta eminentemente religiosa en una
orgía de compras (al menos, ahí nos hemos quitado la careta y veneramos al verdadero
dios del mundo: el consumo). Y segundo, porque en vez de educarles en la
realidad de la naturaleza humana con su experiencia ilusoria del mundo, que casi
nadie conoce ya ni de oídas, creamos para ellos una fantasía burda de la que
inevitablemente se van a desengañar antes o después. Entonces, quizá el único
escape que les quede sea recrear esa fantasía para sus propios hijos en el
futuro, si los tienen... y seguir transmitiendo así los errores de generación
en generación.
¿Por qué
no avanzar en dirección contraria, a desenmascarar las trampas de la mente en
vez de redoblarlas? Los niños no tienen defensa ante los relatos que les enseñamos
en esa edad. ¿No merece su inocencia que la alimentemos con ideas más sanas y
naturales? ¿De verdad queremos que sigan nuestros pasos, desengañados como
estamos de las fábulas navideñas pero aún bajo el influjo de otras ilusiones
más perniciosas?
Y que
conste que escribo esto desde el respeto a la figura de Jesucristo y lo que
significa para miles de personas sinceras, que quizá estén tan escandalizados
como yo o más, viendo cómo ha cambiado el sentido de la Navidad que ellos viven
como algo espiritual y auténtico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario