lunes, 23 de diciembre de 2013

Otro Espíritu de las Navidades Pasadas



Se acerca la Navidad y con ella, otra oportunidad de sentirse ajeno a una gran ilusión compartida por la inmensa mayoría, al menos en su conducta. ¡Qué suerte!

No es por ser aguafiestas, pero se puede encarar como un buen entrenamiento para el despertar budista, donde nos liberamos del espejismo colectivo que nos tiene hipnotizados, dando vueltas a una noria inventada que construimos entre todos, huyendo del sufrimiento en pos de una falsa felicidad. Así aprendemos a ir contracorriente, haciendo caso a la voz interna y no a los cantos de sirena que llegan de fuera. Como los salmones, nuestra meta está río arriba.

Es curioso que, hablando con la gente, cuesta encontrar a un adulto que realmente celebre la llegada de esta fiesta. Más bien al contrario, aparte de la posible reunión con allegados queridos y ausentes, muchos resienten estas fechas con su sarta interminable de obligaciones y expectativas: codearse con las muchedumbres en la gran fiesta del consumo superfluo, acertar con los regalos, cocinar para un batallón, poner belenes y decorar árboles de Navidad, vivir en incómoda cercanía con la familia: estar impecablemente elegantes y ocurrentes con la propia, comprensivos y agradecidos con la política, pacientes y atentos con la chiquillería, en suma, agradables y conciliadores con todos... ¡No es de extrañar que las cifras de divorcio se disparen en enero, recién salidos del túnel navideño!

En el budismo se habla de la falsa felicidad, que depende de las cambiantes circunstancias externas, para contraponerla con la verdadera, que es parte de nuestra propia naturaleza y es incondicional. Bien, pues en estas fechas se nos incita a rizar el rizo y crear una felicidad doblemente falsa, en la que muchos escenifican de puertas afuera unos sentimientos que se les suponen pero que no sienten en absoluto. The show must go on...

¿Y los niños? Aunque parecen los grandes protagonistas, les hacemos un flaco favor. Primero, porque hemos convertido una fiesta eminentemente religiosa en una orgía de compras (al menos, ahí nos hemos quitado la careta y veneramos al verdadero dios del mundo: el consumo). Y segundo, porque en vez de educarles en la realidad de la naturaleza humana con su experiencia ilusoria del mundo, que casi nadie conoce ya ni de oídas, creamos para ellos una fantasía burda de la que inevitablemente se van a desengañar antes o después. Entonces, quizá el único escape que les quede sea recrear esa fantasía para sus propios hijos en el futuro, si los tienen... y seguir transmitiendo así los errores de generación en generación.

¿Por qué no avanzar en dirección contraria, a desenmascarar las trampas de la mente en vez de redoblarlas? Los niños no tienen defensa ante los relatos que les enseñamos en esa edad. ¿No merece su inocencia que la alimentemos con ideas más sanas y naturales? ¿De verdad queremos que sigan nuestros pasos, desengañados como estamos de las fábulas navideñas pero aún bajo el influjo de otras ilusiones más perniciosas?

Y que conste que escribo esto desde el respeto a la figura de Jesucristo y lo que significa para miles de personas sinceras, que quizá estén tan escandalizados como yo o más, viendo cómo ha cambiado el sentido de la Navidad que ellos viven como algo espiritual y auténtico.

No hay comentarios: