Cuando releo cosas que he escrito
en el pasado, veo que constantemente busco ofrecer en ellas la explicación del
Dharma más palmaria y gráfica de que soy capaz, como si la simple persuasión
intelectual fuese a poner en movimiento de forma imparable las ruedas de la
comprensión correcta que lleva a emprender la práctica.
Ya sé bien a las claras que casi
nunca es así, que podemos oír día y noche los argumentos más convincentes sin
que eso nos mueva un ápice de nuestra posición, porque hay fuerzas
inconscientes que trabajan contra ello sin que nos demos cuenta; y también influye la energía con que se transmite el mensaje, claro. Aun así, no dejo de
probarlo. ¿Es una obcecación estéril o un entrenamiento saludable? Quién sabe. No
sé si resulta muy convincente o ni siquiera entretenido, pero yo sigo dale que
te pego, como Machaquito; ¡a lo mejor al final acabo por convencerme a mí mismo
y todo! En todo caso, aquí está mi último intento, recién salido del horno:
Pocas visiones hay en este mundo
más evocadoras que el cielo de noche, lleno de estrellas. Cuando está despejado
y no hay iluminación artificial que vele su profundidad, es de una dimensión
tal que la mente se ensancha y expande al contemplarlo. A veces hasta se nos
escapa un “Ah...” de asombro ante la magnitud del cosmos, que apenas intuimos.
Al mismo tiempo, esa bóveda
celeste plagada de puntos luminosos es una ilustración espléndida de nuestra
condición humana y sus limitaciones sensoriales, porque todo es ilusión.
El cielo que vemos no existe tal como lo vemos en ninguna parte más que en
nuestra mente. Lo mismo ocurre con todos los demás fenómenos, pero en este ejemplo
lo sabemos a ciencia cierta gracias a la física y además
es muy fácil entender
por qué es así.
Los astrónomos afirman que, dada
la velocidad de la luz y la enorme distancia que separa al sol de la Tierra, la
luz del astro rey tarda unos ocho minutos en llegar hasta nosotros. ¿Qué
significa eso? Que cuando vemos el sol (nunca mirándolo directamente, claro) no
lo vemos donde está en ese mismo momento, sino donde estaba hace ocho minutos,
más o menos. Sorprendente, ¿no? El sol nos alumbra con paradinha, que diría un brasileño.
Ahora aplica esa misma condición
a los miles y miles de estrellas y cuerpos celestes que vemos de manera
simultánea cuando miramos el cielo nocturno. Prácticamente todos, excepto algún
que otro planeta, están mucho más lejos de la Tierra que el sol, y probablemente no
hay dos que estén a la misma distancia. Eso quiere decir que la luz de cada uno
ha viajado una distancia diferente desde su origen hasta nuestros ojos; que por
tanto esas luces tienen diferentes edades; y que sus puntos de origen se habrán
desplazado en grados y direcciones muy diversas desde que se emitieron. Incluso
es posible que, para cuando las vemos, algunas estrellas radiantes ya se hayan apagado
al agotar su combustible; su luz sería entonces una especie de rayo huérfano
que ha seguido su largo viaje por el espacio hasta excitar nuestro nervio
óptico.
¿Ves lo alucinante de la
situación? Por usar una analogía, es como si oyéramos de una vez la emisión de
miles de cadenas de radio de todas las esquinas del globo y de todas las épocas,
mezcladas en un solo acorde. Impensable, ¿no? Pues esa “ensalada” de luces procedentes de
tiempos y espacios dispares es lo que vemos de una sola vez, como si fuese algo
estático y homogéneo, en nuestra visión sinóptica. Pero eso que vemos no existe
“ahí fuera”: no es más que la combinación de ciertas energías del universo con
la limitada capacidad de nuestra equipación sensorial, más algunas pinceladas
añadidas por la memoria. Nos lo inventamos, por así decir. Es una creación (o,
más bien, recreación) magnífica, pero es ilusoria.
Creemos que estamos en contacto
directo con la realidad, cuando en verdad todo nos llega en forma de datos
crudos filtrados por nuestra mente, que luego los reconfigura a su manera. Esa
mente nos acerca la realidad y a la vez nos separa de ella en cierto sentido.
Pero el invento no acaba ahí,
porque tomando esa ilusión como base, los humanos hemos desarrollado la
capacidad de crear nombres y formas –una herramienta útil en sí, pero que por
desgracia también amplía exponencialmente nuestra capacidad de generar
sufrimiento. El sufrimiento, la identidad y las palabras van de la mano como
hermanas en una nefasta trinidad.
¿Qué ha hecho nuestra especie
desde la noche de los tiempos? Nombrar, parcelar y apropiarse del mundo. Y el
cielo nocturno no es una excepción: piensa en la variedad de constelaciones que
hemos identificado, distinguiéndolas de las demás y dándoles un nombre asociado
a una forma específica (el Carro, el Cisne), a menudo con una historia
mitológica detrás (Orión, Perseo, Pegaso).
Por supuesto que esto ha sido
utilísimo como recurso para orientarse en la oscuridad que imperaba en las
noches terrestres durante siglos, antes de la llegada de la iluminación
artificial y los aparatos de navegación; y además tiene cierto encanto poético.
Pero es una trampa si perdemos de vista que todo es un invento. No hay una Osa
Mayor ni una Osa Menor; nuestra percepción las ha separado artificialmente de
la totalidad, y luego las ha tomado por reales. Si pudiéramos trasladarnos al lugar
que parecen ocupar, veríamos que no existen como constelación: no encontraríamos
ahí más que estrellas sueltas y el espacio entre ellas. Las constelaciones son
vacuidad: una serie de características que la mente humana ha discernido, agrupado
y nombrado. Y lo mismo pasa con todos los demás fenómenos del mundo de los
sentidos, cada uno según sus condiciones particulares.
En el fondo, este trance en el
que nos vemos envueltos los humanos, cautivados por una percepción engañosa de
lo que creemos que está “ahí fuera”, es absurdo y sería bastante cómico si no
fuese por el sufrimiento que le acompaña –el espejismo interno que acompaña
al espejismo externo. Aunque a nivel teórico sabemos sin sombra de duda que no es real,
esta creencia sigue actuando como una especie de burbuja que llevamos
puesta a modo de escafandra: nos aísla de la vida natural y además de ficticia es tóxica porque está
llena de historias inventadas, basadas en la falsa separación de uno mismo y
todo lo demás. Palabras, identidad, separación: dukkha y más dukkha.
Y así vamos, creyendo que el
mundo es tal cual lo percibimos y respirando el aire viciado de las milongas
que nos contamos a nosotros mismos sobre quién somos, torpemente chocando unos
con otros o creyendo que nos estamos tocando cuando las más veces no tocamos
más que nuestro caparazón externo, la identidad, que es nuestro engaño y
nuestra cárcel autoimpuesta. Enmendándole la plana al filósofo, casi diríamos
que “yo soy yo y mi sufrimiento”; al menos, así es como nos comportamos.
La solución parece clara, al
menos conceptualmente, ¿verdad? Hay que salir del cascarón atufante, no
agobiarnos, lamentarnos o ponernos a elucubrar sobre él. Y esa salida existe: ahí
está la Tercera Noble Verdad. Esa verdad es la clave del sendero budista, el
único motivo por el que existe. Por eso, aunque su punto de partida puede
parecer severo y antipático, el Dharma es un camino naturalmente optimista, animoso
y sonriente. ¡Que nadie te convenza de lo contrario!
En otra época y circunstancias el
poeta Rumi cantó estos versos, pero cada vez que los leo yo también oigo la voz
del Buda y de tantos maestros detrás de ellos:
Ven, ven, quienquiera que seas.
Nómada, devoto, amante del vivir –no importa,
la nuestra no es una caravana de
desesperanza.
Ven, incluso si has roto tus votos mil veces,
Ven, ven una vez más, ven.
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