viernes, 18 de octubre de 2013

El cielo polifónico






Cuando releo cosas que he escrito en el pasado, veo que constantemente busco ofrecer en ellas la explicación del Dharma más palmaria y gráfica de que soy capaz, como si la simple persuasión intelectual fuese a poner en movimiento de forma imparable las ruedas de la comprensión correcta que lleva a emprender la práctica. 

Ya sé bien a las claras que casi nunca es así, que podemos oír día y noche los argumentos más convincentes sin que eso nos mueva un ápice de nuestra posición, porque hay fuerzas inconscientes que trabajan contra ello sin que nos demos cuenta; y también influye la energía con que se transmite el mensaje, claro. Aun así, no dejo de probarlo. ¿Es una obcecación estéril o un entrenamiento saludable? Quién sabe. No sé si resulta muy convincente o ni siquiera entretenido, pero yo sigo dale que te pego, como Machaquito; ¡a lo mejor al final acabo por convencerme a mí mismo y todo! En todo caso, aquí está mi último intento, recién salido del horno:

Pocas visiones hay en este mundo más evocadoras que el cielo de noche, lleno de estrellas. Cuando está despejado y no hay iluminación artificial que vele su profundidad, es de una dimensión tal que la mente se ensancha y expande al contemplarlo. A veces hasta se nos escapa un “Ah...” de asombro ante la magnitud del cosmos, que apenas intuimos.

Al mismo tiempo, esa bóveda celeste plagada de puntos luminosos es una ilustración espléndida de nuestra condición humana y sus limitaciones sensoriales, porque todo es ilusión. El cielo que vemos no existe tal como lo vemos en ninguna parte más que en nuestra mente. Lo mismo ocurre con todos los demás fenómenos, pero en este ejemplo lo sabemos a ciencia cierta gracias a la física y además es muy fácil entender por qué es así.

Los astrónomos afirman que, dada la velocidad de la luz y la enorme distancia que separa al sol de la Tierra, la luz del astro rey tarda unos ocho minutos en llegar hasta nosotros. ¿Qué significa eso? Que cuando vemos el sol (nunca mirándolo directamente, claro) no lo vemos donde está en ese mismo momento, sino donde estaba hace ocho minutos, más o menos. Sorprendente, ¿no? El sol nos alumbra con paradinha, que diría un brasileño.

Ahora aplica esa misma condición a los miles y miles de estrellas y cuerpos celestes que vemos de manera simultánea cuando miramos el cielo nocturno. Prácticamente todos, excepto algún que otro planeta, están mucho más lejos de la Tierra que el sol, y probablemente no hay dos que estén a la misma distancia. Eso quiere decir que la luz de cada uno ha viajado una distancia diferente desde su origen hasta nuestros ojos; que por tanto esas luces tienen diferentes edades; y que sus puntos de origen se habrán desplazado en grados y direcciones muy diversas desde que se emitieron. Incluso es posible que, para cuando las vemos, algunas estrellas radiantes ya se hayan apagado al agotar su combustible; su luz sería entonces una especie de rayo huérfano que ha seguido su largo viaje por el espacio hasta excitar nuestro nervio óptico.

¿Ves lo alucinante de la situación? Por usar una analogía, es como si oyéramos de una vez la emisión de miles de cadenas de radio de todas las esquinas del globo y de todas las épocas, mezcladas en un solo acorde. Impensable, ¿no?  Pues esa “ensalada” de luces procedentes de tiempos y espacios dispares es lo que vemos de una sola vez, como si fuese algo estático y homogéneo, en nuestra visión sinóptica. Pero eso que vemos no existe “ahí fuera”: no es más que la combinación de ciertas energías del universo con la limitada capacidad de nuestra equipación sensorial, más algunas pinceladas añadidas por la memoria. Nos lo inventamos, por así decir. Es una creación (o, más bien, recreación) magnífica, pero es ilusoria.

Creemos que estamos en contacto directo con la realidad, cuando en verdad todo nos llega en forma de datos crudos filtrados por nuestra mente, que luego los reconfigura a su manera. Esa mente nos acerca la realidad y a la vez nos separa de ella en cierto sentido.

Pero el invento no acaba ahí, porque tomando esa ilusión como base, los humanos hemos desarrollado la capacidad de crear nombres y formas –una herramienta útil en sí, pero que por desgracia también amplía exponencialmente nuestra capacidad de generar sufrimiento. El sufrimiento, la identidad y las palabras van de la mano como hermanas en una nefasta trinidad. 

¿Qué ha hecho nuestra especie desde la noche de los tiempos? Nombrar, parcelar y apropiarse del mundo. Y el cielo nocturno no es una excepción: piensa en la variedad de constelaciones que hemos identificado, distinguiéndolas de las demás y dándoles un nombre asociado a una forma específica (el Carro, el Cisne), a menudo con una historia mitológica detrás (Orión, Perseo, Pegaso). 

Por supuesto que esto ha sido utilísimo como recurso para orientarse en la oscuridad que imperaba en las noches terrestres durante siglos, antes de la llegada de la iluminación artificial y los aparatos de navegación; y además tiene cierto encanto poético. Pero es una trampa si perdemos de vista que todo es un invento. No hay una Osa Mayor ni una Osa Menor; nuestra percepción las ha separado artificialmente de la totalidad, y luego las ha tomado por reales. Si pudiéramos trasladarnos al lugar que parecen ocupar, veríamos que no existen como constelación: no encontraríamos ahí más que estrellas sueltas y el espacio entre ellas. Las constelaciones son vacuidad: una serie de características que la mente humana ha discernido, agrupado y nombrado. Y lo mismo pasa con todos los demás fenómenos del mundo de los sentidos, cada uno según sus condiciones particulares.

En el fondo, este trance en el que nos vemos envueltos los humanos, cautivados por una percepción engañosa de lo que creemos que está “ahí fuera”, es absurdo y sería bastante cómico si no fuese por el sufrimiento que le acompaña el espejismo interno que acompaña al espejismo externo. Aunque a nivel teórico sabemos sin sombra de duda que no es real, esta creencia sigue actuando como una especie de burbuja que llevamos puesta a modo de escafandra: nos aísla de la vida natural  y además de ficticia es tóxica porque está llena de historias inventadas, basadas en la falsa separación de uno mismo y todo lo demás. Palabras, identidad, separación: dukkha y más dukkha.

Y así vamos, creyendo que el mundo es tal cual lo percibimos y respirando el aire viciado de las milongas que nos contamos a nosotros mismos sobre quién somos, torpemente chocando unos con otros o creyendo que nos estamos tocando cuando las más veces no tocamos más que nuestro caparazón externo, la identidad, que es nuestro engaño y nuestra cárcel autoimpuesta. Enmendándole la plana al filósofo, casi diríamos que “yo soy yo y mi sufrimiento”; al menos, así es como nos comportamos.

La solución parece clara, al menos conceptualmente, ¿verdad? Hay que salir del cascarón atufante, no agobiarnos, lamentarnos o ponernos a elucubrar sobre él. Y esa salida existe: ahí está la Tercera Noble Verdad. Esa verdad es la clave del sendero budista, el único motivo por el que existe. Por eso, aunque su punto de partida puede parecer severo y antipático, el Dharma es un camino naturalmente optimista, animoso y sonriente. ¡Que nadie te convenza de lo contrario! 

En otra época y circunstancias el poeta Rumi cantó estos versos, pero cada vez que los leo yo también oigo la voz del Buda y de tantos maestros detrás de ellos:

Ven, ven, quienquiera que seas.
Nómada, devoto, amante del vivir –no importa,
la nuestra no es una caravana de desesperanza.
Ven, incluso si has roto tus votos mil veces,
Ven, ven una vez más, ven.

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