martes, 25 de enero de 2011

A modo de conjetura

Poco a poco, una hipótesis va tomando cuerpo en mi mente. Que nadie se moleste, alarme o escandalice, porque sólo es una hipótesis. Es más o menos así:

No hay Dios. No hay alma. No hay “vida después de la muerte”, con sus premios y castigos.

Hay un aquí y ahora, que experimentamos con nuestros cinco sentidos y nuestra mente. Eso es todo. Lo que haya “después” de esto, por decirlo de alguna manera, probablemente es lo mismo que había “antes”. ¿Quién se acuerda? ¿A quién le importa? Éste es el verdadero nudo de la cuestión, el miedo a desaparecer de nuestra identidad personal, que se aferra a la existencia aparente.

Aunque nuestra experiencia sugiera lo contrario, los humanos no somos el centro de nada, ni individual ni colectivamente. Somos una de las últimas especies que han aparecido en este planeta, donde la vida se ha estado desplegando durante eones antes de que hubiera el más mínimo rastro de los primeros homínidos.

Esa vida ha ido evolucionando formas, desde las más sencillas a las más complejas, entre las que estamos nosotros; pero esa vida también ha ido perdiendo formas, sin que eso haya puesto en peligro su capacidad de seguir generando vida –hasta ahora.

Parece por tanto como si lo importante fuese la continuidad de la vida, con independencia del destino individual de cada espécimen, o incluso de cada especie. En el curso del tiempo, todo lo que aparece está llamado a desaparecer. Como dijo Buda, “yam kinci samudaya dhammam sabbam tam nirodha dhammam”, cualquier cosa que tiene la naturaleza de surgir tiene la naturaleza de cesar.

Entonces, ¿qué hacemos aquí? ¿Para qué “sirve” un ser humano? Si miramos la evolución, vemos que la complejidad en el desarrollo de los seres ha ido de la mano con un instinto de supervivencia cada vez más amplio. Todos los seres tienen el impulso de proteger y preservar su propia vida; muchos, también el de proteger a sus crías; sólo algunos cuentan además con una fuerza para proteger al grupo; y, entre todos, únicamente el ser humano tiene la visión y la capacidad (por mucho que se haya atrofiado) de proteger además al medio ambiente que sustenta toda la vida.

Si contemplamos este proceso de creciente complejidad de la vida y eliminamos la noción de un dios creador personal, no es difícil ver entonces al ser humano como un órgano interno” de la fuerza de la vida, un hallazgo evolutivo que le permite cuidar de sí misma y promover su propia supervivencia –un órgano afectado ahora por una ilusión óptica que le hace sentirse el centro del universo, pero con su potencial intacto (aunque quizá no para siempre, visto el rumbo que llevamos).

La función del ser humano no sería otra que usar su cuerpo y mente con recta atención y recta energía, permitir su integración con el mundo natural, y actuar en favor de la supervivencia de todo tipo de vida, preservando la mayor diversidad posible para aumentar así las opciones de supervivencia en caso de que haya una catástrofe imprevista.

Esto supondría, en efecto, ser todos como Noé, cada uno a su manera; en esencia, ser vida que se consuma perpetuándose a sí misma. Parece un destino sublime, imbatible… ¿Qué más hace falta?

Ahora que tantos andan con sus buenos propósitos para el año nuevo, este es mi manifiesto de esperanza paralelo, con el deseo de que la práctica y la experiencia confirmen esta hipótesis en beneficio de todos los seres, o bien la refuten y sustituyan por otra mejor.

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