En Bután, y en los Himalayas en general, muchos
paisajes naturales están sembrados de huellas de devoción budista, casi siempre
en forma de banderas de oraciones y a veces como molinos de agua que hacen
girar enormes ruedas de oraciones.
La idea es que el viento esparce los mantras de las
banderas hacia todos los puntos cardinales; por eso se les llama lungta, que significa “caballo de viento”,
como si difundieran su mensaje a lomos de las corrientes de aire que galopan
por valles y cordilleras.
Cuando se trata de una rueda de oraciones movida por
el agua, habitualmente con el mantra Om
Mani Padme Hum inscrito en ella, se supone que sus bendiciones pasan al
agua que la hace girar y a través de ella a todos los seres vivos de los ríos y
océanos con los que entre en contacto.
En los templos y monasterios, es habitual que haya
ruedas similares que los devotos hacen girar impulsándolas con sus manos. Pero
hay cierta poesía e ingenio en encauzar de esa manera las fuerzas de la
naturaleza y ponerlas igualmente al servicio de propagar el Dharma y sus bendiciones.
El viento y los arroyos secundan entonces a los humanos y se convierten en
mensajeros de la ley natural.
Si los pueblos del Himalaya emplean objetos móviles
pero inertes en sí para difundir el Dharma, ¡cuánto más potente no será un ser
vivo dedicado a la misma tarea! Eso es lo que hacen los maestros.
Por eso, las banderas y ruedas de oraciones también actúan
como un recordatorio, una invitación sutil a convertirnos en dinamos del
Dharma, girando con el impulso de nuestra propia fuerza vital, que es capaz de proyectar
la sabiduría y compasión budistas mucho mejor que cualquier bandera o molino,
siempre que hayamos sabido tocarlas y sacarlas a la luz desde nuestra propia
naturaleza.
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