miércoles, 15 de septiembre de 2010

Ni sí ni no, sino todo lo contrario

Hoy día es relativamente fácil encontrar textos de los antiguos maestros, incluso en español. La gente puede leer a Bodhidharma o Huineng y creer que con eso los entiende. El problema es que a menudo esos textos acaban por despistarnos en vez de orientarnos, según cómo los leamos; porque si nos quedamos en la letra sin entrar en su espíritu, cualquiera puede encontrar aparentes contradicciones entre ellos y, si no anda con cuidado, liarse a discutir con propios y extraños usando las palabras como armas arrojadizas.

Pero las palabras no son lo importante; son una ventana abierta a la mente de quien las usa, cierto, pero no son lo mismo que la experiencia que intenta expresar esa mente al usarlas. En el camino budista se atiende a todas las etapas que dan origen a las palabras. En primer lugar, hay una experiencia cruda; a su vez, esa experiencia genera una respuesta interna del sistema; la respuesta pasa luego a la cognición, donde se elabora; y sólo entonces se asocia con una o varias palabras. La secuencia, por tanto, es:

Experiencia > respuesta interna > “traducción” cognitiva > palabra(s)

Lamentablemente, nuestra cultura a menudo pasa por alto la serie completa para centrarse de manera preferente en su único resultado manifiesto, la palabra, que es lo que usa como moneda de cambio. Así, las experiencias desaparecen y las palabras ocupan su espacio, como si fuesen autónomas. Una similar idolatría formal ha llegado incluso a artes marciales como el Qigong o el Taiji, donde (al menos en mi experiencia) lo que se transmite no son las experiencias que dieron origen a las formas, sino la mera “cáscara” de las posturas corporales. Evidentemente, eso le roba toda la profundidad a la expresión de que se trate –ya sea taiji, música o haikus– y lo convierte en un producto adocenado, más fácil de vender pero también más pobre.

Para evitar la tentación de las disquisiciones teóricas y las disputas doctrinales sobre el budismo, nuestro viejo conocido, el maestro Dazhu Huihai, aporta algún buen antídoto que otro. Veamos qué tiene que decir al respecto.

La primera respuesta ocurre tras un intercambio con un huésped del monasterio, en el que Huihai le había aclarado las funciones de varias clases de maestros budistas (Vinaya, Dharma y Chan). Entonces, el huésped volvió a preguntarle:

“El confucionismo, el daoísmo y el budismo ¿vienen a ser una sola doctrina o tres?”
            Huihai: “Cuando los emplean los de gran capacidad, son lo mismo; cuando los entienden los de intelecto limitado, son diferentes. Todos ellos brotan del funcionamiento de la única propia naturaleza. Son los puntos de vista que siguen a la diferenciación los que los convierten en tres doctrinas. El que una persona siga inmersa en la delusión o alcance la iluminación depende de esa persona, no de las diferencias o la similitud de la doctrina”.

Parece claro que el criterio de verdad que maneja Huihai –y por extensión los maestros del Dharma– no se limita a lo que oyen los oídos o leen los ojos, sino que va más allá, a un ámbito que se empieza a divisar con la práctica sincera del Dharma. La verdad y el engaño son una circunstancia del individuo, según esté o no alineado con su propia naturaleza; no son propiedades intrínsecas de las palabras, sean sueltas o agrupadas.

El venerable Chih, que solía exponer el Sutra Avatamsaka, preguntó, “¿Por qué no admite que los bambús frescos y verdes son el Dharmakaya (la realidad última) y que los montones exuberantes de flores amarillas no son otra cosa que prajna (sabiduría trascendental)?”
            Huihai: “El Dharmakaya es inmaterial, pero se vale de los bambús verdes existentes para revelarse. Prajna no diferencia, sino que se vale de las flores amarillas para manifestarse. Estas flores amarillas y bambús no poseen ellos mismos prajna o el Dharmakaya. Por tanto se dice en un sutra: ‘El verdadero Dharmakaya de los Budas se asemeja a un vacío; se revela a sí mismo en respuesta a las necesidades de los seres vivos como la luna que se refleja en el agua’. Si las flores amarillas fueran prajna, entonces el prajna sería idéntico a los objetos inanimados; si los bambús verdes fueran el Dharmakaya, entonces serían capaces del funcionamiento responsivo del Dharmakaya. ¿Lo entiende, venerable señor?”
            Chih: “No, no lo entiendo”.
            Huihai: “Los que han percibido su propia naturaleza estarán en lo correcto ya digan que esas cosas son prajna y el Dharmakaya o que no lo son; porque cumplirán su función de acuerdo con las circunstancias imperantes sin verse obstaculizados por la concepción dual de ‘correcto’ e ‘incorrecto’. En cuanto a las personas que aún no han percibido su propia naturaleza, cuando hablan de bambús verdes forman un concepto rígido de bambús verdes como tales; y, cuando hablan de flores amarillas, forman el mismo tipo de concepto rígido. Además, cuando hablan del Dharmakaya eso se convierte en un impedimento para ellos, y hablan de prajna sin saber lo que es. Así pues, todo lo que dicen se queda en el nivel del debate teórico”.
            Chih se inclinó en señal de agradecimiento y se retiró.

La conclusión es clara: hay que ir a la esencia de las cosas, no quedarse atrapado en las formas seductoras ni dejarse enganchar en las zarzas de los interminables debates llenos de identidad. La vara de medir es la experiencia, no las palabras en sí. De hecho, las mismas palabras pueden ser una respuesta correcta en un caso e incorrecta en otro, según quién y en qué circunstancias las diga.

Esto choca de frente con nuestra mentalidad racional, tan dependiente de la lógica verbal, pero es esencial en el Chan. Entenderlo bien puede ahorrarnos años de extravío estéril.

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