lunes, 26 de abril de 2010

El Génesis budista


A veces, los mitos de las religiones pueden servir para ilustrar aspectos del Dharma natural si no nos quedamos en la literalidad de las palabras y miramos entre líneas. Es el caso del Génesis judeo-cristiano, que incluye una narración fundamental sobre las relaciones entre los humanos y los demás seres vivos. Si dejamos de lado la noción de un dios creador y la sustituimos por la fuerza impersonal de la evolución, el relato resulta sorprendentemente claro y concorde con el Dharma.

A menudo las supuestas palabras de “Dios” al primer hombre se esgrimen como justificación del trato muchas veces inhumano que les damos a los animales: Creó, pues, Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó. Dios los bendijo y les dijo: “Sed fecundos y multiplicaos. Llenad la tierra; sojuzgadla y tened dominio sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se desplazan sobre la tierra”.


Sin contar con el aspecto digamos “moral” del asunto, hay por lo menos tres problemas con esa interpretación.


El primero es técnico y tiene que ver con la traducción del término hebreo que figura como “sojuzgar y tener dominio” en la versión anterior y que, para algunos, implica más bien la idea de tutelar y gobernar como un soberano justo.


El segundo problema es que, antes de que apareciera el ser humano, “Dios” le había dado la misma instrucción a los animales: Entonces dijo Dios: “Produzcan las aguas innumerables seres vivientes, y haya aves que vuelen sobre la tierra, en la bóveda del cielo”. Y creó Dios los grandes animales acuáticos, todos los seres vivientes que se desplazan y que las aguas produjeron, según su especie, y toda ave alada según su especie. Vio Dios que esto era bueno, y los bendijo Dios diciendo: “Sed fecundos y multiplicaos. Llenad las aguas de los mares; y multiplíquense las aves en la tierra”. Es decir, toda especie viva, desde la ameba hasta el rinoceronte, tiene el mismo “mandato” interno de asegurar su propia supervivencia. El conflicto entre los programas de distintas formas de vida se ha dirimido desde la noche de los tiempos mediante el mecanismo que Darwin llamó la supervivencia de los más adaptados, que ha asegurado la perpetuación de la vida en múltiples formas hasta hoy.


Pero es el tercer problema el que me parece más interesante, porque nunca he visto que nadie repare en ello ni lo mencione.


El mandato de “Dios” de crecer en número y gobernar sobre todas las demás formas de vida se le dio a un ser humano muy distinto del que somos hoy día –y de hecho venimos siendo desde hace miles de años. Quien lo recibió era un humano que vivía en unidad con todas las cosas, antes de la “caída” o, en términos cristianos, antes del pecado original.


¿Qué pasó entonces? Que, según el relato bíblico, Adán y Eva comieron del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal –en términos budistas, entraron en la dualidad, es decir, la experiencia de que todo lo que existe son cosas separadas, sustanciales e independientes. Antes de eso, como dice el Génesis, estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, y no se avergonzaban; pero luego, tras comer, fueron abiertos los ojos de ambos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos. Entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron ceñidores. Desnudos o vestidos: eso ya es la dualidad. Luego vinieron todas las demás.


Este hombre caído no es el mismo al que “Dios” le dio el mandato de crecer y multiplicarse y gobernar con justicia sobre todas las criaturas. En su mano, el programa original que apuntaba a una armonía y equilibrio entre todos se convirtió en un arma de destrucción masiva. Lo honrado hubiera sido que el hombre dual se diese cuenta de su nueva condición y abdicase de su privilegio, ahora inmerecido; pero todos sabemos que, en vez de eso, hizo justo lo contrario. Los resultados están a la vista por todas partes: la sobrepoblación de un ser desconectado de la unidad que, después de exterminar numerosas especies animales y vegetales, amenaza ya la supervivencia de la vida misma en el planeta.


Volviendo al relato bíblico, ¿qué pasó después? Que, contrariado por su desobediencia, y para evitar que Adán comiera también del árbol de la vida y se volviera inmortal, Jehovah Dios lo arrojó del jardín de Edén, para que labrase la tierra de la que fue tomado. Expulsó, pues, al hombre y puso querubines al oriente del jardín de Edén, y una espada incandescente que se movía en toda dirección, para guardar el camino al árbol de la vida.


Así lo relata el Génesis en términos míticos. El Dharma lo explica de forma más práctica: no hay “Dios” sino evolución impersonal, los querubines que vigilan la entrada al jardín del Edén no son tales sino tres identidades o venenos –Raga (la apetencia sensual), Tanha (la codicia) y Arati (la aversión)– y esa espada incandescente que se mueve en toda dirección no está fuera sino dentro de nosotros, porque no es otra cosa que la mente dual que aflige a los seres humanos desde hace milenios con la plaga del sufrimiento (dukkha).


¿Veis qué bien encaja? Al final va a ser que los antiguos patriarcas judíos sabían más de lo que nos imaginábamos, aunque lo ocultaran tras un lenguaje alegórico...


Así pues, ésa es la propuesta del Dharma: darnos cuenta de que estamos fuera de nuestra condición correcta y natural, ver que no hay agentes externos sobrenaturales que nos impidan regresar a él sino únicamente inercias internas, formidables pero vencibles, que nos mantienen alejados de nuestra propia naturaleza de unidad con todo lo que es… y echar a andar en el camino de volver a casa.


PD: De esta interpretación se desprenden dos corolarios que me gustaría destacar. Primero, que a diferencia del ser humano, las plantas y los animales nunca salieron del jardín del Edén; siguen ahí, esperando nuestro regreso sin reproches a pesar de todas las barbaridades que hemos cometido contra ellos. Segundo, que la misión del Dharma no es mitigar las aflicciones físicas o de identidad de unos y otros en su exilio de la unidad; es indicar el camino de vuelta. Ayudar sí es natural, pero no a costa de dejar el regreso en segundo plano a cambio de una beneficencia social que mitiga los síntomas del sufrimiento sin atacar su causa.

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