sábado, 13 de marzo de 2010

El budismo como “medio hábil”

Una de las doctrinas más polémicas del budismo tiene que ver con los llamados upaya, o “medios hábiles”. Upaya es, en el fondo, un eufemismo que se usa cuando se enseña algo que no es la pura verdad en sentido estricto, sino sólo una herramienta conveniente en teoría para acercarle al estudiante a la comprensión que mejor le permita aprovechar su potencial y circunstancias. Naturalmente, esta táctica de admitir medias verdades en la enseñanza abre la puerta a muchos abusos; pero no es de eso de lo que quiero hablar aquí, sino de un ángulo que ese concepto abre sobre el camino del Dharma.

¿Qué es lo que hace que el budismo sea tan diferente de muchas terapias en boga hoy día?

Para empezar, el Dharma no se enfoca en lo individual y biográfico. Al principio, es verdad, hay una fase en la que uno se enfrenta a los obstáculos más crudos que ha acumulado en su vida (lo que llamamos el “yoga externo”); pero el corazón del camino budista, lo que le da su razón de ser, es el “yoga interno”, el antídoto contra los dos impedimentos que nos lastran en virtud de nuestra evolución como especie, más allá de cualquier resabio individual: las identidades y la dualidad –la persistente delusión de creer que todas las cosas, incluidos nosotros mismos, son entes separados, sustanciales y duraderos. Pocas terapias comparten ese punto de partida.

En segundo lugar, el ataque budista contra esos impedimentos es a la vez más directo y más profundo que en las terapias que conozco, sean psicoanálisis, logoterapia, Gestalt, constelaciones familiares o PNL. Me explico:

Si nos imaginamos, como en el dibujo de arriba, que la conciencia es una pantalla en donde la persona percibe todas sus experiencias, diríamos que muchas prácticas terapéuticas operan tomando como base la realidad fáctica de las imágenes que aparecen en la pantalla e introduciendo en ellas los cambios deseados mediante diversas técnicas.

El budismo, por contra, sostiene que todo lo que aparece en la pantalla es una ilusión y se enfoca más bien en los mecanismos que dan pie a esa ilusión, es decir, en la cabina de proyección que el dibujo sitúa en la cabeza del espectador. Por esa razón, el budismo les niega validez absoluta a las experiencias de la pantalla. Incluso una meditación tan relativamente popular como la vipassana marcha en dirección contraria a la mayoría: en vez de “conectar los puntos” (como en los pasatiempos) para reorganizar la pantalla mental del paciente, crear nuevas Gestalt a partir de sus imágenes-experiencias y promover cambios en su conducta, busca más bien desconectar los puntos antes unidos, difuminar sus líneas aparentemente sólidas y llevarle al meditador a la experiencia directa de que, efectivamente, todo lo que pasa por su mente es una ficción –útil en el mejor de los casos, pero aun así irreal. Es, como se ve, una tarea difícil, exhaustiva y nada práctica en nuestra sociedad. No es de extrañar que pocos la enseñen así.

El interés del Dharma no se dirige a los contenidos de la experiencia, sino a algo que podríamos llamar su “textura”; para ser más claros, busca experimentar de qué está hecha toda experiencia, aunque suene redundante. Por eso, en la práctica budista uno es como un espectador de cine que no atiende a las vicisitudes de lo que aparece en la pantalla, ni tampoco a la técnica cinematográfica del director o al arte dramático de los actores, sino que mira constantemente en dirección opuesta, a la cabina de proyección, para captar cómo funciona el mecanismo que crea la ilusión de toda película, ya sea de terror o de risa. La base de ese mecanismo es la propia constitución psico-fisiológica del ser humano.

En último término, por tanto, vemos que el budismo es una vía en la que lo individual no tiene demasiada importancia porque no es un objetivo en sí, ni para detener el sufrimiento ni para procurar la felicidad; ésa es otra diferencia fundamental con las terapias modernas. El budismo tiene que ver con la totalidad de los seres sintientes, porque el Dharma es algo que brota de la naturaleza y de la fuerza vital que impulsa el nacimiento, crecimiento, reproducción y muerte de todos los seres vivos. Concebir el budismo como una empresa individual es un error de bulto.

Volviendo ahora al concepto de upaya, ¿no podemos aplicarlo aquí también? Sí, sin duda, porque en realidad, desde una perspectiva budista, el individuo mismo no es más que una ilusión, un “medio hábil” que la fuerza de la vida emplea para aumentar sus probabilidades de supervivencia –como fuerza total, no como suma de aparentes individuos separados. Es en ese sentido como hay que entender la misión del bodhisattva, tal como se expone en el Sutra del diamante:

“¿Qué piensas, Subhuti? Que nadie diga que el Tathagata (Buda) mantiene la idea: ‘Debo liberar a todos los seres sintientes’. No permitas ese pensamiento, Subhuti. ¿Por qué? Porque en realidad no hay seres vivos que el Tathagata pueda liberar. Si hubiera seres vivos que el Tathagata pudiera liberar, él tomaría parte en la idea del ‘yo’, la personalidad, la entidad y la individualidad separada”.

Sólo hay una fuerza de la vida, de la que cada ser vivo es, por así decirlo, una sucursal pasajera. El Dharma es una vía para acceder a esa fuerza.

Siendo eso así, el propio budismo en sí tampoco es más que otro medio hábil que diseñó el Buda Sakyamuni, y que han ido expandiendo otros maestros posteriores, para llevarle al practicante a la experiencia última en la que no hay budismo ni no-budismo. El Dharma no trata de Buda como persona; su verdadera protagonista es la fuerza de la vida. Una vez más, el Sutra del diamante lo confirma:

“Subhuti, no digas que el Tathagata concibe la idea: ‘Debo promulgar una enseñanza’. Porque si alguien dice que el Tathagata promulga una enseñanza en realidad calumnia al Tathagata y es incapaz de explicar lo que enseño. En cuanto a cualquier sistema que declare la Verdad, la Verdad es indeclarable; así que ‘una enunciación de la Verdad’ no es más que el nombre que se le da”.

Es este mismo desapego respecto del Dharma, entendido como medio hábil de usar y tirar, lo que explica muchas anécdotas de los antiguos maestros Chan.

Un estudiante le preguntó al maestro Caoshan (Ts’ao Shan) “¿Qué es lo más valioso del mundo?”

El maestro respondió:
“La cabeza de un gato muerto”.

“¿Por qué es la cabeza de un gato muerto la cosa más valiosa del mundo?”

“Porque nadie puede decir cuánto vale”.

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