Ya es de madrugada.
Me siento en un escalón a la entrada de casa, aliviado por el momento de los calores de
este verano sahariano.
En la penumbra
veo, al fondo, dos o tres estrellas en el cielo, y en primer plano, los troncos
de varios pinos silvestres del jardín, iluminados por la luz anaranjada de las
farolas. La mente se abre a la profundidad del espacio y tiempo que al parecer nos
separan.
Tres elementos
de tres épocas distintas y en tres planos diferentes: a lo lejos, rescoldos del
origen del universo; más cerca, primitivas formas de vida terráquea; aquí, un observador
humano, el último invitado a la fiesta.
¿Somos
tres en realidad? Solo si soy un observador, con mi “yo” a cuestas. Pero es una carga de la que prefiero desembarazarme siempre que puedo.
Si solo hay
un “se observa”, todo es uno y lo mismo, sin nombre, edad, ni forma separada.
Entonces, todo está en su sitio... la unidad.
Cuando no hay nadie que observe es cuando se observa mejor.
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