Estos días me ronda la cabeza una frase
que dejó caer una amiga mientras comentaba las turbulencias de su vida
sentimental. Estaba de acuerdo en que sufría pero, según dijo, “eso nos hace
humanos, ¿no?”. Se refería no solo al sufrimiento en sí sino al ciclo completo
de emociones que experimentamos con todos sus altibajos mientras buscamos la
felicidad: el samsara en toda su
gloria.
Yo creía que eran los millones de años
de evolución de la especie en el planeta Tierra los que nos han hecho humanos,
gracias a atributos como el bipedalismo, el pulgar oponible o el neocórtex
cerebral. En sentido literal, ya somos humanos; no tenemos que
hacer nada para ello; de hecho, no podemos evitarlo. Y ahora resulta que le
vamos a enmendar la plana a la evolución natural con nuestras geniales
aportaciones personales…
Entonces, yo no puedo evitar
preguntarme: ¿no será exactamente al revés, que nuestros trajines nos llenan la
vida de ruido y furia sin sentido y nos hacen infrahumanos,
protagonistas de un drama folletinesco y barato?
Algo parecido ocurría cuando proyectaban
películas en el colegio: no importa lo interesante que fuese lo que estábamos
viendo, siempre había algún gracioso que lo interrumpía metiendo sus zarpas
delante del proyector para crear sombras con formas de animales en la pantalla.
“¡Eh, mirad qué gracia tengo!” era su silencioso grito de guerra.
¿Somos tan distintos? Quizá estemos
yendo más allá incluso, pues lo que interrumpimos no es una película, sino la
luz misma que crea la proyección.
Porque, si confiamos en lo que dicen los
maestros, nosotros somos esa luz.
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