lunes, 26 de agosto de 2013

Lascaux




Ahí estábamos, por fin... apretados en el estrecho espacio de la gruta, rodeados de niños inquietos, oyendo las explicaciones rutinarias de la guía, sabiendo que todo era solo una réplica de la cueva y las pinturas auténticas. 

Y sin embargo algo inesperado ocurrió: un contacto con algo misterioso y ajeno, a la vez que extrañamente familiar y reconfortante...

En ese espacio oscuro que se abría bajo la tierra me sentí acogido, protegido y conectado, como si hubiera regresado al útero primigenio común de nuestra especie. Y comprendí lo que estaba pasando.

En sus paredes vi con ojos limpios la magnificencia de la vida animal del planeta y también la magnificencia de la humanidad que tuvo el don de captarla y el impulso de comunicarla así, sin palabras, con una presencia rotunda, inapelable. De esos trazos y colores manaban a borbotones el asombro y la celebración de nuestra profunda hermandad con todos los seres, en la vida y en la muerte aparentes.

Quienquiera que hiciera esas representaciones me prestó también sus ojos, sus manos y su corazón para apreciarlas como él o ellos las sintieron. Vi la vida con los mismos ojos que Adán y Eva, antes de la expulsión del Jardín del Edén, y vibré con ella. Ese es también el milagro de Lascaux, para quien pueda y quiera abrirse a él. 

Salí de la cueva rebautizado en el Dharma natural, sintiendo que ser humano es algo sublime, en camino de vuelta a una “civilización” que parece empeñada en demostrarnos lo contrario día sí, día también.

Pero Lascaux sigue resonando dentro de mí. No conozco mayor templo budista que ese.

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