viernes, 18 de noviembre de 2011

¿Qué vida merece la pena vivir?


A veces, viendo la cantidad de personas que se acercan a la orilla del budismo, prueban el agua tímidamente con los dedos de los pies y luego retroceden y se van en busca de océanos menos bravíos, me he preguntado qué es lo que debe tener alguien para entrar en el Dharma con buen pie.

Me refiero, evidentemente, a experiencias mundanas y no a otros atributos…

Como no puedo entrar en la mente de todas las personas, solo puedo hacer introspección en mi propio caso, sin pretender que sea un modelo a seguir.

En relación con esto, me viene a la cabeza la conocida máxima de Sócrates, que dijo que la vida que no se examina no merece la pena vivirse: anexétastos bíos u biotós, una frase memorable que plantea con nobleza un dilema humano básico. ¿Cuál es la vida que merece la pena vivir?

Bien, es un principio, aunque el autoexamen no es necesariamente suficiente. ¿Qué pasa si uno analiza su vida y concluye que es estupenda? No parece muy probable que se quiera enfrentar a la gran tarea, a menudo ardua y áspera, de la transformación interna. Mientras uno siga encelado persiguiendo el éxito o la felicidad en los términos que ofrece el mundo y la sociedad sanciona, es poco verosímil que siente sus reales en un cojín de meditar y se dedique a la auto-indagación.

Por otra parte, no es ningún secreto que al budismo llega quizá más gente con experiencias de sufrimiento intenso que a otras vías, dado que el propio Shakyamuni eligió el sufrimiento (dukkha) como piedra angular de su enseñanza. Pero, ¿es imprescindible o siquiera necesario sufrir para emprender el sendero?

En mi caso, el principal acicate fue una sensación latente de estar desperdiciando mi vida en empresas que no iban a ninguna parte y vivir alejado de mi naturaleza humana más profunda. Eso seguramente no contará como sufrimiento a ojos de la mayoría, pero es la base misma de dukkha –la impresión de ser algo separado de todo lo demás y de estar irrevocablemente exiliado de la unidad primigenia. Luego, es verdad, vino un empujón en forma de achaque de salud que me hizo darme cuenta de que realmente este camino de volver a casa era lo más importante y lo mejor que podía hacer por mí mismo y por los demás mientras tuviera el privilegio de contar con tiempo y energía.

Meses después, cuando conocí de primera mano el Dharma de Shanjiàn, una enseñanza destacó por su capacidad de iluminar y explicar áreas enteras de mi vida interior que hasta entonces estaban en penumbra. Como limaduras de hierro en presencia de un imán, un montón de experiencias e intuiciones se ordenaron por sí solas, apuntando en una dirección unívoca: no estaba viviendo mi propia vida, sino la de otros.

Pero esos “otros” no eran quienes me rodeaban –familia, amigos, sociedad, etc. Estaban dentro de mí, como impulsos subconscientes no reconocidos, agrupados en tres formas que el Dharma llama confusión, codicia y aversión. En otras palabras, las manchas de los centros visceral, emocional y mental que Shanjiàn llama “identidades”, término más cercano, tangible y retador que gunas, “venenos” o “raíces malsanas”, como se las conoce en la tradición budista.

Así llegué con el tiempo a mi propia versión de la máxima socrática: “La vida en manos de las identidades no merece la pena vivirse”. La enseñanza del Dharma solo le puso nombre y forma a una intuición vaga que ya tenía de antes y que fue la clave para mí: vivir de pie, no arrodillado ante el poder insidioso de la alucinación interna y externa causada por las hijas de Mara.

La conclusión –nada heroica, sino por pura eliminación– de que no había alternativa fue lo que me decidió a emprender este camino que aún no ha terminado ni tiene visos de terminar, pero en el que claramente no hay vuelta atrás. La certeza de que uno ha agotado definitivamente sus recursos y escapatorias aleja el riesgo y la tentación de tirar la toalla y volver a lo malo conocido, al gran casino del mundo que reparte aleatoriamente bazas de sufrimiento y falsa felicidad, con el triste consuelo de que, al fin y al cabo, es lo que hace todo el mundo.

Frente a eso, una vez te embarcas en busca de la verdad de la vida no hay garantías de que vayas a encontrarla, pero ¿qué otra cosa puede haber que merezca la pena más que eso?

La vida que se integra en la unidad total de la vida es la que merece la pena vivir.

No hay comentarios: