viernes, 18 de julio de 2008

El Dharma de Sarpedón

Uno de los primeros pasajes de la Iliada de Homero que me cautivó, no tanto por su tono heroico sino por la confesión que encierra, fue la escena en la que el héroe Sarpedón le anima a su compañero de armas Glauco a entrar en combate junto a los troyanos con una arenga breve pero eficaz, apoyada por un argumento bastante más sutil y convincente que la socorrida apelación a los atributos viriles:

“¡Glauco! ¿Por qué nos honran en Licia con asientos preferentes, manjares y copas de vino, y todos nos miran como dioses, y poseemos campos grandes y magníficos, con viñas y sembrados a orillas del Janto? Ahora tenemos que mantenernos en la vanguardia y lanzarnos al ardiente combate, para que los licios, armados de fuertes corazas, puedan decir:

Con justicia imperan nuestros reyes en Licia; y si comen pingües ovejas y beben buen vino, dulce como la miel, también son valerosos, pues combaten al frente de los licios.

¡Oh amigo! Si huyendo de esta guerra nos libráramos de la vejez y de la muerte, ni yo me batiría en primera fila ni te llevaría a la batalla donde los hombres adquieren gloria; pero como son muchas las muertes que penden sobre los mortales, sin que podamos huir de ellas ni evitarlas, vayamos y démosle gloria a alguien, o alguien nos la dará a nosotros”.

Ése es el Dharma o camino del guerrero Sarpedón, hijo de Zeus. Sus palabras lo retratan como todo un macho-alfa, el líder de la manada que acapara y administra los mejores recursos disponibles; pero, en contrapartida, también muestran cierta nobleza en la medida en que reconoce una relación de reciprocidad que le atañe y obliga hacia sus súbditos: en virtud del contrato social en vigor en su país, los nobles disfrutan de los mayores privilegios en tiempos de paz a cambio de arrostrar los mayores peligros en tiempos de guerra. Sus palabras a Glauco no son más que la exigencia de que cumpla con su parte del contrato a la vista de todos, igual que él, ahora que las circunstancias se lo exigen.

Una noción similar de reciprocidad, en este caso entre la sangha budista y la sociedad laica, sigue estando muy presente hoy día en países del sudeste asiático donde el budismo funciona como religión mayoritaria. Los monjes de la escuela Theravada, la más fiel a los modos y maneras del budismo primitivo, mantienen una vida de estricta pobreza que les obliga a salir cada día a pedir comida a los lugareños, allá donde se encuentren; por otra parte, también es cierto que, además de su cometido principal de transmitir las enseñanzas del Dharma, los monjes pueden movilizarse en ayuda de las poblaciones circundantes, como ha ocurrido recientemente en las inundaciones de Myanmar o en regiones remotas donde son los primeros en acudir cuando hay incendios u otras desgracias. Según cada caso, es una relación que se puede considerar simbiótica o parásita en función de muchas variables, pero es evidente que los monjes dependen de la sociedad civil en gran medida para su subsistencia y eso debe generar, al menos entre los más conscientes, un sentido de gratitud, aprecio y responsabilidad de devolver lo que reciben. Se me ocurre que, si hubiera sido monje budista, igual Sarpedón lo habría puesto en estas palabras:

¡Hermano! ¿Por qué nos honran en sociedad con asientos preferentes, comida y donativos, todos nos respetan como autoridades espirituales y poseemos tierras y monasterios que son santuarios para el Dharma? Ahora tenemos que mantenernos firmes y profundizar en la práctica, para que los laicos, en pugna constante con el sufrimiento, puedan decir:

Con justicia se abstienen nuestros monjes de involucrarse en el mundo; y si comen y beben y se visten gracias a nuestra generosidad, dulce como la miel, también son valiosos, pues nos ofrecen ayuda física y guía espiritual en tiempos de necesidad.

Recurro a continuación a los sutras budistas y encuentro un pasaje en el que el propio Buda se enfrenta a una situación parecida. Como tan a menudo, la versión original es mejor que cualquier interpretación que yo pueda ofrecer:

Una mañana temprano, mientras hacía su ronda pidiendo comida, el Buda se acercó a los campos que se araban en primavera al tiempo que Bharadvaja, el brahmán, estaba repartiendo comida a sus trabajadores. Cuando Bharadvaja vio que el Buda venía a pedir comida le dijo. “Yo, monje, aro y siembro y, una vez he arado y sembrado, entonces como. ¿Tú también aras y siembras y, una vez has arado y sembrado, comes?”

El Buda contestó: “Yo también, brahmán, aro y siembro y, una vez he arado y sembrado, como”.

Entonces Bharadvaja dijo, “¿Dices que eres un arador? ¡No veo ningún arado! Dime, campesino, ¿a qué clase de arado te dedicas?”

El Buda respondió, “La confianza es la semilla y la compostura, la lluvia. La claridad es mi arado y mi yugo, la conciencia mi guía, y la mente es mi arnés. La vigilancia es la hoja de mi arado y mi fusta. Circunspecto en actos y palabras, moderado al comer, empleo la verdad para quitar las malas hierbas y cultivar la liberación. El esfuerzo verdadero es mi buey, que arrastra el arado con paso firme hacia el Nirvana, la liberación incomparable. Así es como aro, y el fruto de ello es lo inmortal. Quienquiera que are de esta manera quedará libre de todo sufrimiento y tensión”.

Entonces Bharadvaja exclamó: “¡Dejad que el venerable monje coma! Eres sin duda un arador y tu labor produce el fruto de la libertad”.

Por desgracia o por fortuna, semejante simbiosis entre laicos y sangha budista es desconocida y, por ahora, poco viable en Occidente. Entre nosotros, un camino como el budista se considera más bien asunto privado y no abunda la noción de que quienes se dedican a él tengan algo que ofrecer al resto de la comunidad ni se muevan por otro interés que no sea el suyo propio. Aun así, por falsa que sea esa percepción y por escaso que resulte no ya el aprecio, sino el simple reconocimiento de la labor que desarrolla un maestro auténtico, quien se dedica al Dharma de verdad nunca debe desistir de su extremo de la reciprocidad, so pena de desvirtuar el camino entero. No me refiero aquí a la benevolencia social o mundana, sino a algo más sutil y trascendental. Un sabio indio lo expresó así:

Transformarse uno mismo es transformar el mundo entero. El sol brilla, sin más. No le transforma a nadie. Como brilla, el mundo entero está lleno de luz. Transformarse uno mismo es una manera de dar luz al mundo entero.

Para luego concluir:

Tu propia transformación es el mayor servicio que le puedes hacer al mundo.



domingo, 6 de julio de 2008

Daodejing 8: el Yang dinámico

Vuelvo al capítulo octavo del Daodejing, una vez se han apartado por sí solas las hojas de los árboles (las palabras) que antes no me dejaban ver el bosque silencioso del Dao.

“Be water, my friend”; nunca pensé que le acabaría haciendo caso al histriónico Bruce Lee del anuncio de BMW, pero así es, aunque afortunadamente en otro sentido: ¿de qué otra forma podría entrar en el espíritu de lo que dice Laozi en este capítulo?

La perfección suprema es como el agua.
La perfección del agua beneficia a diez mil cosas y carece de disputa.

Reside en lugares que muchos desprecian, con lo que se compara con el Dao.

En el residir, la perfección es la tierra, en la mente la perfección es lo profundo, en el dar la perfección es la benevolencia,

En las palabras la perfección es la verdad, en el gobierno la perfección es aprovechar la fuerza,

En los asuntos la perfección es la capacidad, en la actividad la perfección es la oportunidad.

Sólo un maestro sin disputa es un ejemplo libre de error.


El carácter 水, shuǐ, “agua”, evoca la imagen de unas olas (según los caracteres antiguos, parecen olas de río más que marinas) y eso da una primera clave. Hay agua que fluye y agua estancada, arroyos cantarines y vastos lagos silenciosos. El agua es ante todo dúctil: inestable y huidiza pero también calma y remansada, según las circunstancias; de ahí que este capítulo se llame tradicionalmente “cambiar la naturaleza”, porque el agua demuestra una capacidad de transformación insólita, tanto de su entorno como de sí misma. Si se embalsa, mantiene bajo su apariencia tranquila una enorme energía potencial que sólo espera una apertura para precipitarse al vacío en un chorro poderoso; si se despeña, su impacto destroza maleza y quiebra peñascos, levantando nubes de vapor entre un estruendo fragoroso; si se le obliga a fluir encajonada entre paredes, es capaz de horadar poco a poco las rocas de aspecto más compacto. Pero además es en sí misma el elemento más mudable: si se congela, se solidifica y flota; si se evapora, desaparece de la vista o forma nubes en el cielo. Si se pone en un vaso y se le echa azúcar, se vuelve dulce; si se le echa sal, se pone salada; si se le echa mierda, acaba siendo mierdera; pero nunca espera, protesta, exige ni se lamenta por nada. Tiene todas las aplicaciones del mundo y todo lo acepta con ecuanimidad absoluta.

Por eso, porque no discrimina entre “bueno” y “malo”, “me gusta” y “no me gusta”, el agua beneficia a todas las cosas sin distinción, hasta el punto de ser el sustento y fundamento mismo de la vida tal como la conocemos en nuestro planeta azul. No compite con nadie ni sigue otro camino que el de su propia naturaleza; parece humilde cuando en realidad sólo está siendo natural, y cumple todas las perfecciones que enumera Laozi sin preocuparse ni ser siquiera consciente de ello. Reside lo más cerca del centro que puede, siguiendo siempre a ese imán profundo que es el núcleo de la Tierra, cuya atracción provee la fuerza para sus actividades; da a todos sin discriminar; es transparente en sus relaciones con las cosas; aporta un impulso que se puede aprovechar para realizar acciones rectas en este mundo de ilusión; tiene una ingente capacidad de actuar sobre el mundo en beneficio de la Fuerza de la Vida y está siempre dispuesta a responder y manifestarse de mil maneras oportunas según vayan cambiando las condiciones. Por todo ello es un modelo perfecto para el sabio del Dao en su interacción con el mundo.

En el fondo, el agua no tiene identidad ni tampoco preferencias más que una sola querencia natural: acercarse todo lo que pueda al núcleo de la Tierra –en sentido físico, pero también en otro daoísta: como principio masculino unido al principio femenino que le permite su expresión. Por eso busca siempre la profundidad con propósito singular e invariable; cualquier que sea el espacio vacío que se abra por debajo de donde está, se lanza a rellenarlo –no por horror al vacío, sino por amor al centro. Es un ejemplo de atracción total por la profundidad de la Tierra: llega todo lo profundo y todo lo cerca que ella le permite, y siempre está dispuesta a ir más al fondo si hay el más mínimo resquicio. Esa atracción mutua es una buena imagen de la interacción entre Yin y Yang que da lugar al gran Taiji del que habla el Huahujing:

Si sales en búsqueda del Gran Creador, volverás con las manos vacías. El origen del universo es en última instancia incognoscible, un gran río invisible que fluye eternamente a través de un fértil valle. Silencioso y no creado, crea todas las cosas. Todas las cosas nacen del reino sutil al mundo manifestado mediante la relación mística del Yin y el Yang. El dinámico río Yang empuja hacia delante, el tranquilo valle Yin es receptivo, y mediante su integración nacen las cosas a la existencia. A esto se lo conoce como el Gran Taiji.

El Taiji es la verdad integral del universo. Todo es un Taiji: tu cuerpo, el cuerpo cósmico, la forma, la apariencia, la sabiduría, la energía, las uniones de las personas, la dispersión del tiempo y de los lugares. Todo ello nace mediante la integración del Yin y el Yang, se mantiene y se dispersa sin la dirección de ningún creador. Tu creación, tu auto-transformación, la acumulación de energía y sabiduría, la disminución y el fin de tu cuerpo: todas estas cosas tienen su lugar por sí mismas sin la acción sutil del universo. Por ello, no hace falta ningún esfuerzo agitado. Simplemente sé consciente del Gran Taiji.

Un sabio indio decía que debemos desear la liberación igual que alguien que se ahoga con la cabeza bajo el agua busca salir a la superficie para tomar aire. El Daodejing es menos dramático, pero viene a sugerir lo mismo. Ahora, cuando contemplo el agua, siento que me invita a aplicarme al camino del Dao y Dharma con la misma intensidad y constancia con la que ella busca el corazón profundo de la Tierra porque, como afirma Laozi, en la mente la perfección es lo profundo, 心善淵, xīn shàn yuān, y en el Dharma del ser humano lo profundo no es otra cosa que esa mente-corazón (心, xīn) de Sengcan, la mente pura a la que llamamos nuestra naturaleza budista.