miércoles, 31 de agosto de 2011

Hastío libresco


Lo he oído toda la vida, pero ahora lo siento de la manera más visceral: leer nunca me va a dar la experiencia plena de la profundidad del Dharma. Y escribir, tampoco.

Sé que las palabras sí pueden dar una impresión de esa profundidad que está más allá de las palabras; por eso tantos maestros han recurrido a ellas, aun advirtiendo una y otra vez de sus trampas. Pero esas impresiones son como moras minúsculas escondidas entre una maraña de zarzas que crecen y se multiplican sin cesar.

En mi caso, algunos libros que leí en su día sobre la transformación interior me acompañaron durante un trecho del camino, pero a medida que sigo en él se van desprendiendo como hojas de otoño… y nada de lo poco que leo ahora viene a llenar el hueco. Son contados los libros que no se me caen de las manos. Simplemente, no los encuentro nutritivos. Ahora busco otro tipo de alimento más sutil.

No son lamentos de lector encallecido y cínico; miro con el mismo escepticismo, ni más ni menos, lo que yo mismo escribo. En muy pocas ocasiones diviso el fulgor de la verdadera compasión escondido entre tanta montaña de letras.

Y aun así, la cuestión se mantiene: ¿cómo conseguir que eso que anuncian los maestros pase a formar parte de nuestra sangre, nuestro aliento, nuestra mismísima médula? Parece una alquimia imposible, un salto cuántico más allá de cualquier pirueta mental.

(En realidad, la impresión de que lo que anuncian los maestros no está ya dentro de nosotros es en sí una gran pirueta mental, la ilusión que genera toda la masa de sufrimiento; pero estamos tan imbuidos de ella que primero tenemos que desaprenderla).

Pues hay una manera, y es precisamente la misma en la que se integran nuestro cuerpo el aire que respiramos y los alimentos que ingerimos: de forma orgánica, involuntaria e inconsciente, sin alharacas ni disquisiciones, gobernados por una inteligencia invisible pero eficaz y elegante, infinitamente superior a la que escribe estas líneas.

Mientras tanto, sigo envuelto en las enseñanzas y la práctica del Dharma, dejándome guiar por el aroma del Dharma eterno y entrando de vez en cuando en las zarzas en busca de alguna mora que pueda participar a otros algo del sabor del camino y, con suerte, animarles a emprenderlo.

Pero solo son moras… dulces, delicadas, e insustanciales.

La verdadera transformación interior exige una dieta más robusta.

jueves, 11 de agosto de 2011

Un reproche común... y equivocado


“Yo al budismo le reprocho su pasividad”, declaró con aplomo y, tras soltar ese dictamen lapidario, le pegó otro trago a su gin-tonic, quedándose más ancho que largo.

Habíamos cenado juntos con otro amigo y después habíamos recalado los tres en un bar cercano. Tras algunos vericuetos, la conversación había girado hacia el budismo, sin grandes pretensiones ni expectativas dadas las circunstancias.

En la penumbra del bar, entre ráfagas de música y brumas rezongonas de alcohol, mi amigo reprochante mostró simpatía por lo que entiende que hago pero se reivindicó decididamente como judeo-cristiano.

No es que sea mala gente –al contrario; es sensible, se ocupa de los demás con buenas intenciones y es muy querido entre sus allegados. Pero ¿cómo hacer ver a alguien que mira desde fuera lo que tú ves desde dentro, aun sin llegar a ver del todo?

Afortunadamente, tengo suficiente experiencia como para no meterme a discutir sobre el Dharma, y menos de madrugada en la barra de un bar de copas. ¡Bastante difícil es ya en condiciones normales y sin bebidas por medio!

¿Cómo hacer ver que el Dharma no acepta como real la realidad consensuada que todos toman como base?

¿Cómo mostrar que el problema está dentro de cada uno, y que la locura que experimentamos en el mundo de fuera no es más que el reflejo colectivo del sufrimiento que hay dentro de cada cual? Mientras no nos arreglemos por dentro, ¿qué esperanza hay de cambiar de verdad lo que hay fuera?

Me pregunto cuántos enfermeros de ambulatorio le estarían echando en cara a esa misma hora su “pasividad” a los científicos que investigan en los laboratorios en busca de curas para la malaria o el SIDA, solo porque no están a pie de calle, poniendo vendas y tiritas… sin darse cuenta de que ambos están en el mismo bando y de que, sin la labor aparentemente “pasiva” de los investigadores, aún estaríamos tratando el cáncer con aspirinas.

El problema para la mente mundana es que la cura del budismo no se puede aplicar a otros como una vacuna. Cada uno tiene que desarrollar la inmunidad en sí mismo y luego, con suerte, les puede enseñar a otros cómo hacerse inmunes ellos también. Ni una cosa ni otra son fáciles, superficiales o instantáneas.

Si no vemos con claridad las cosas como son, cualquier acción que emprendamos tiene grandes probabilidades de ser equivocada e, incluso si no lo es, consolidará aún más nuestra impresión de ser entes separados que actúan sobre una realidad objetiva e irremediablemente ajena. Como dicen los maestros Chan, mientras vivamos así seguiremos flotando en el océano de la vida y la muerte.

Quizá algún día pueda tomar un té con mi amigo y oírle decir “Yo al gin-tonic (o, mejor aún, “a mi identidad”) le reprocho su ofuscación”. Pero, por si acaso, no voy a dejar de practicar hasta que llegue esa hora… sin bata blanca, sin sentirme superior a nadie, sin dejar de ayudar en lo que pueda siempre que sea correcto, y sin perder de vista las pistas que nos han dejado los maestros antiguos y actuales.

Baizhang le preguntó al maestro Mazu: “¿Qué es esencial en el budismo?”. Mazu contestó: “Simplemente que te desprendas de ti mismo y de tu vida”.