Habíamos
seguido un camino inesperadamente tortuoso hasta llegar a él, pero ahí
estábamos por fin, sentados al pie del roble (llamado carbayo en Asturias) de Valentín, absorbiendo en silencio el
espíritu del lugar como quien atiende a la lección de un maestro venerable.
El árbol
en cuestión ya aparece mencionado por lo visto en crónicas antiquísimas, anteriores
incluso a la llegada de los españoles a América. Si para entonces ya era un ejemplar
notable, es probable que fuese centenario y que su edad hoy supere ampliamente
los seiscientos años.
Sin
saberlo ni henchirse de orgullo por ello, este roble sigue bien plantado,
extendiendo sus ramas en todas las direcciones, formando un aparente ecosistema
en miniatura con los líquenes, musgos y hiedra que pueblan su base y las
hormigas y abejas que circulan o anidan entre sus ramas, aparte de otros seres
más pequeños que probablemente escaparon a mi vista.
Piénsalo.
Todas las vicisitudes que han ocurrido en la historia de estos largos siglos,
desde las conquistas más sublimes hasta las catástrofes más terribles, todo el
melodrama humano de miles de millones de personas que han vivido y muerto cautivas de su identidad,
atrapadas en su propia Matrix y ciegas
a la unidad de todo… y este ser ha logrado mantenerse vivo y albergar vida, al
margen de la voracidad destructora de nuestra especie, firme entre tierra y
cielo, contento simplemente con desplegar su propia naturaleza de roble.
¿Qué es
lo que nos atraía hacia él? ¿Cuál fue su gran lección? Que vivir de acuerdo con
lo que uno es en el fondo es más que suficiente. De ahí la paz que emanaba, que
recibimos como una bendición, con una vaga esperanza pero también con un ligero
remordimiento… nosotros, que tan lejos estamos de nuestra propia naturaleza como
seres humanos de compasión y sabiduría, aunque potencialmente estemos cerca.
Hay una
cita de Anagarika Govinda que viene a cuento aquí, porque este árbol –y, de
hecho, todos los árboles y cualquier ser vivo– también puede hacer las veces de
maestro espiritual para quien tenga ojos para ver y oídos para escuchar:
La función de un maestro espiritual no es tanto la
proclamación de una doctrina ni dilucidar las enseñanzas comúnmente aceptadas
del Dharma tradicional, sino la demostración de que los propósitos espirituales
más elevados pueden ser realizados y de que los caminos hacia su logro son
practicables. Incluso un eremita solitario puede actuar como un faro de luz espiritual en la
oscuridad de la ignorancia y la ilusión. El mismo hecho de su existencia, el
mero hecho de que pueda existir en la luz de su propia realización interna, es
suficiente para dar coraje y confianza a los demás.
Así
estábamos, cada uno absorto en sus pensamientos o en silencio interno, llenos
de un gran respeto por algo majestuoso y sin embargo vagamente familiar, porque
el roble vecino bajo cuya sombra estábamos sentados (probablemente descendiente
del carbayón famoso) era la misma vida… y nosotros también éramos la vida, a
pesar de seguir seducidos por las formas externas, como si estuviéramos jugando
a no reconocer la unidad que somos con todo lo que alienta con esa fuerza.
Qué pena
que seamos tan quisquillosos y tengamos que recurrir a ejemplares
sobresalientes para darnos cuenta de algo que en el fondo atañe a cualquier
forma de vida, igualmente preciosa por el mero hecho de estar viva.
A pesar
de ello, ¡larga vida a este roble, y a todo lo que beneficie a la vida que
compartimos con él y las demás criaturas sintientes!
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