Este fragmento
pertenece a un artículo reciente sobre la muerte de Václav Havel, escritor y
disidente que, por circunstancias históricas, también fue el último presidente
de Checoslovaquia antes de su división. Contiene algunas reflexiones interesantes para todos los
que estamos en caminos minoritarios, sin grandes posibilidades de éxito
mundano, pero con sinceridad y convicción –lo que se ha llamado la “inmensa
minoría”.
En
una semana en la que los quioscos de prensa checos estaban inundados de
ediciones conmemorativas especiales de periódicos y revistas dedicadas al
fallecimiento de Havel, apenas quedó aspecto alguno de su vida que no fuera
contemplado y analizado en busca de significados más profundos o recordado en
imágenes. La más emblemática de esas imágenes—una foto de Havel de espaldas a
la cámara, caminando hacia el océano—se convirtió en un poster que se veía por
todas partes en Praga, junto con una cita que expresaba una de sus creencias
más arraigadas: “La esperanza no es la convicción de que algo va a salir bien,
sino la certeza de que algo tiene sentido, no importa cómo acabe saliendo”.
Una declaración resonante, aunque no bien enfocada del todo. Lo que Havel quería decir por
“algo”—tal como dejan claro sus otras maneras de expresar la misma creencia—era
la acción. Durante toda su vida, Havel vivió de acuerdo con la creencia de que
si querías que algo ocurriera, tenías que hacer algo para que ocurriera, y al
diablo con las consecuencias, incluidos el arresto y la cárcel, y posiblemente
hasta la muerte. Hablando de los primeros días del deshielo post-Stalin, dijo
una vez: “Cuanto más hacíamos, más éramos capaces de hacer, y cuanto más éramos
capaces de hacer, más hacíamos”. Es un buen resumen de su actitud y, en cierto
sentido, de su legado. Havel siempre estaba empujando las fronteras de lo
posible, y al actuar así, fue capaz de abrir espacio para que los demás le
siguieran.
Esta cualidad es la que, merecidamente, le colocó en la misma liga que
Nelson Mandela y Martin Luther King Jr. Pero lo que lo llevó a una liga propia
es su corolario: no actúas para alcanzar cierto resultado; actúas porque es lo
correcto. Eso es lo que quiere decir por “vivir en la verdad”, una noción que
explora más a fondo en su obra más radical y duradera: El poder y los impotentes.
Como muchos grandes checos antes de él, Havel insistía en la importancia de
la verdad, pero con una diferencia. “La verdad y el amor”, le gustaba decir, “deben imponerse
a las mentiras y el odio”. A menudo se le ridiculizó por lo que parecía ser un
sentimiento almibarado (“¿Qué pinta ahí el amor?”, le preguntaba la gente),
pero él defendía la consigna refiriéndose a una de sus más agudas percepciones:
la verdad, en sí, es un concepto maleable cuya veracidad depende de quién la
pronuncia, a quién se dirige y en qué condiciones. Como dramaturgo, Havel
convirtió esta idea en un motivo teatral: en la mayoría de sus obras, los
protagonistas se mienten constantemente unos a otros y a sí mismos, usando palabras
que, en otras circunstancias, serían perfectamente veraces. La verdad por sí
sola no es suficiente: le hace falta un garante, alguien que la respalde. Se
debe decir sin ningún pensamiento de ganancia, es decir, en palabras de Havel,
con un amor que no busca nada para sí mismo y lo busca todo para los demás.
(Paul Wilson,
NYRB, 9 febrero 2012)
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