A veces,
viendo la cantidad de personas que se acercan a la orilla del budismo, prueban
el agua tímidamente con los dedos de los pies y luego retroceden y se van en
busca de océanos menos bravíos, me he preguntado qué es lo que debe tener
alguien para entrar en el Dharma con buen pie.
Me
refiero, evidentemente, a experiencias mundanas y no a otros atributos…
Como no
puedo entrar en la mente de todas las personas, solo puedo hacer introspección
en mi propio caso, sin pretender que sea un modelo a seguir.
En
relación con esto, me viene a la cabeza la conocida máxima de Sócrates, que
dijo que la vida que no se examina no merece la pena vivirse: anexétastos bíos u biotós, una frase memorable
que plantea con nobleza un dilema humano básico. ¿Cuál es la vida que merece la
pena vivir?
Bien, es
un principio, aunque el autoexamen no es necesariamente suficiente. ¿Qué pasa
si uno analiza su vida y concluye que es estupenda? No parece muy probable que
se quiera enfrentar a la gran tarea, a menudo ardua y áspera, de la
transformación interna. Mientras uno siga encelado persiguiendo el éxito o la
felicidad en los términos que ofrece el mundo y la sociedad sanciona, es poco verosímil
que siente sus reales en un cojín de meditar y se dedique a la auto-indagación.
Por otra
parte, no es ningún secreto que al budismo llega quizá más gente con
experiencias de sufrimiento intenso que a otras vías, dado que el propio
Shakyamuni eligió el sufrimiento (dukkha)
como piedra angular de su enseñanza. Pero, ¿es imprescindible o siquiera
necesario sufrir para emprender el sendero?
En mi
caso, el principal acicate fue una sensación latente de estar desperdiciando mi
vida en empresas que no iban a ninguna parte y vivir alejado de mi naturaleza
humana más profunda. Eso seguramente no contará como sufrimiento a ojos de la
mayoría, pero es la base misma de dukkha
–la impresión de ser algo separado de todo lo demás y de estar irrevocablemente
exiliado de la unidad primigenia. Luego, es verdad, vino un empujón en forma de
achaque de salud que me hizo darme cuenta de que realmente este camino de
volver a casa era lo más importante y lo mejor que podía hacer por mí mismo y
por los demás mientras tuviera el privilegio de contar con tiempo y energía.
Meses después,
cuando conocí de primera mano el Dharma de Shanjiàn, una enseñanza destacó por
su capacidad de iluminar y explicar áreas enteras de mi vida interior que hasta
entonces estaban en penumbra. Como limaduras de hierro en presencia de un imán,
un montón de experiencias e intuiciones se ordenaron por sí solas, apuntando en
una dirección unívoca: no estaba viviendo mi propia vida, sino la de otros.
Pero esos
“otros” no eran quienes me rodeaban –familia, amigos, sociedad, etc. Estaban
dentro de mí, como impulsos subconscientes no reconocidos, agrupados en tres
formas que el Dharma llama confusión, codicia y aversión. En otras palabras, las
manchas de los centros visceral, emocional y mental que Shanjiàn llama
“identidades”, término más cercano, tangible y retador que gunas, “venenos” o “raíces malsanas”, como se las conoce en la
tradición budista.
Así
llegué con el tiempo a mi propia versión de la máxima socrática: “La vida en
manos de las identidades no merece la pena vivirse”. La enseñanza del Dharma
solo le puso nombre y forma a una intuición vaga que ya tenía de antes y que fue
la clave para mí: vivir de pie, no arrodillado ante el poder insidioso de la
alucinación interna y externa causada por las hijas de Mara.
La
conclusión –nada heroica, sino por pura eliminación– de que no había
alternativa fue lo que me decidió a emprender este camino que aún no ha
terminado ni tiene visos de terminar, pero en el que claramente no hay vuelta
atrás. La certeza de que uno ha agotado definitivamente sus recursos y
escapatorias aleja el riesgo y la tentación de tirar la toalla y volver a lo
malo conocido, al gran casino del mundo que reparte aleatoriamente bazas de
sufrimiento y falsa felicidad, con el triste consuelo de que, al fin y al cabo,
es lo que hace todo el mundo.
Frente a
eso, una vez te embarcas en busca de la verdad de la vida no hay garantías de
que vayas a encontrarla, pero ¿qué otra cosa puede haber que merezca la pena
más que eso?
La vida
que se integra en la unidad total de la vida es la que merece la pena vivir.
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