martes, 1 de enero de 2008

Lo que nadie quiere oír

Sakka, el señor de los devas, le preguntó al Bendito: “Los seres quieren vivir sin odio, daño, hostilidad, o enemistad; quieren vivir en paz. Sin embargo, viven en el odio, haciéndose daño unos a otros, hostiles y como enemigos. ¿Qué cadenas los sujetan, señor, para que vivan de esta manera?”

Es una pregunta clave. Cuántas veces nos hemos visto arrastrados por una oleada irracional y hemos dicho o hecho cosas de las que nos hemos arrepentido después, casi como si dentro de nosotros alentara algo escurridizo pero potente que milita contra nuestros propios intereses y los de quienes nos rodean. ¿Por qué?

En los sutras, en respuesta a esa pregunta y a otras similares, Buda suele presentar secuencias algo variables de factores psicológicos, pero en la base de todas ellas están siempre las mismas causas: las “tres raíces malsanas” de la naturaleza humana contaminada, que a veces se denominan, de manera gráfica pero poco exacta, codicia, aversión y confusión. Buda es, por tanto, como el médico que da las malas noticias que nadie quiere oír; pero también da la buena noticia que nadie más sabe. Ambas van de la mano. Por desgracia, muchos quieren matar al mensajero de las malas nuevas, como si así esas noticias fueran a desaparecer, y en consecuencia se quedan sin enterarse de la buena y sin apreciar en su plenitud el hecho de que hay una luz natural esplendorosa al final del túnel.

Bien, vayamos paso a paso. El punto de partida es que la naturaleza humana está viciada; mientras no elimine esa lacra, poco puede avanzar uno en el camino de la liberación. En términos científicos, diríamos que en cada individuo hay un impedimento doble a la luz del Dharma: genético por un lado, con base en la evolución de la especie durante los últimos milenios, y social por otro, en función de los aprendizajes incorrectos de todo tipo que esa persona ha ido acumulando desde su nacimiento. El principal resultado de todo ello es el sufrimiento, que siempre existe aunque no sea de forma consciente. Estas tendencias y aprendizajes asumidos como propios constituyen una servidumbre de la que es dificilísimo desprenderse sin un esfuerzo deliberado y sistemático –de ahí el variado arsenal de prácticas que las distintas escuelas budistas han elaborado para los diferentes temperamentos y circunstancias. La mancha es resistente y no se quita leyendo o escuchando charlas nada más; hay que tocar y movilizar las capas más profundas de la mente para lograrlo.

La buena noticia, en cambio, es que nada de eso forma parte de la verdadera naturaleza que es propia del ser humano; es un condicionamiento que se ha impuesto sobre ella, como si fuera un vertido de petróleo que sofoca su expresión natural. Afortunadamente, lo que ha sido condicionado puede ser des-condicionado. Ahí está la gran aportación del Dharma de Buda: un método integral para limpiar el sistema de las adherencias nocivas acumuladas en el tiempo y devolverlo al equilibrio y la armonía con su entorno –con uno mismo, con los demás, y con la naturaleza en el sentido más amplio del término.

Esta es, en definitiva, la explicación de las Cuatro Nobles Verdades:

  1. Que hay una enfermedad;
  2. Que esa enfermedad tiene una causa (está condicionada);
  3. Que hay una manera de curar esa enfermedad (se puede des-condicionar);
  4. Que la cura es el Noble Óctuple Sendero.

Todas están íntimamente ligadas entre sí y no se pueden entender por separado. Tampoco se puede saltar de una a la otra o escoger sólo las que más nos apetecen, como si estuviéramos en un buffet. Si lo piensas un poco, verás que tiene cierta lógica.

Buda a menudo comparaba el Dharma con la medicina. No prometía maravillosas experiencias místicas ni un futuro despejado y libre de cualquier problema en el que todos fuéramos a vivir como superhombres en la tierra. Como un buen médico, simplemente estableció el diagnóstico, identificó sus causas, vio que eran reversibles, y recetó la solución para volver al equilibrio natural propio del ser humano. Hay otros métodos que minimizan los problemas a la vez que prometen mucho más, pero cuidado con los charlatanes. Evidentemente, sus palabras resultan más lisonjeras a nuestros oídos que cualquier mención del sufrimiento; pero, como dijo un sabio, por sus frutos los conoceréis. ¿Qué pasa una vez se ha desvanecido la música de sus promesas?

No es diferente de cuando llevamos el coche al taller o viene el fontanero a casa a arreglar una gotera: pocos preferimos el que nos asegura que no pasa nada y hace una chapuza cosmética que sólo camufla el problema para que reaparezca más tarde, aumentado por la demora en atajarlo, una vez que él ya ha cobrado y se ha ido. El camino del Dharma no es una cirugía estética; implica una transformación total de nuestra manera de experimentar la realidad. Pocos se atreven con una empresa de tal magnitud: principalmente, claro, los que están de acuerdo con el diagnóstico del médico. Por eso es tan importante en el Dharma entender bien qué es el sufrimiento y hasta qué punto ese chapapote viscoso y tóxico contamina no sólo nuestra vida sino la de todos los demás también. Sin esa urgencia interior que implica a todos, nuestra motivación puede flaquear. Como dijo Buda:

¿Por qué hay risas, por qué alborozo, cuando el mundo está en llamas? Cuando vives en la oscuridad, ¿por qué no buscas una luz?

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