Albert Einstein dijo una vez que lo más incomprensible del universo es que resulta comprensible. Como muestra de que su comprensión era correcta en gran medida, su hipótesis sobre las ondas gravitacionales ha recibido una confirmación espectacular hace pocas semanas, casi cien años después de que la formulara.
Para mí, hay aspectos del Dharma que resultan igualmente asombrosos.
Uno es que el despertar, la liberación, la experiencia íntima de la naturaleza de la mente que alcanzó Gautama, se pueda replicar en la experiencia de otros. Lo que parece más subjetivo, privado o incluso "egoísta" es lo que a la postre me saca de la prisión del ego y me abre a lo que hay. Para eso no hacen falta complejos y carísimos experimentos; cada uno es su propio laboratorio.
En paralelo a eso, siento otro misterio maravilloso: que descubrir y comprobar cómo funciona la mente en sus varias fases, tanto cognitivas como no, genere en la persona una revolución "moral" (a falta de un término mejor), no solo intelectual.
El Dharma, que desde fuera podría parecer frío y cerebral, cuenta con maestros radiantes de calidez humana. Como si fuesen estrellas, llegado cierto momento empiezan a irradiar la luz de la sabiduría y el calor de la compasión -señal de que han integrado el Dharma en su propia naturaleza, con sus principios femenino y masculino.
Los homo sapiens hemos sobrevivido durante miles de años sin saber nada de la relatividad, las ondas gravitacionales o la fusión nuclear que ocurre dentro de las estrellas. Pero me pregunto si habríamos durado tanto sin la presencia esporádica pero sostenida a lo largo de todo ese tiempo de estas luminarias humanas -el testimonio de que hay algo más allá de nuestra pacata y alicorta "realidad" cotidiana y la esperanza de que algún día nosotros también podremos alcanzarla- o nos habríamos hundido hace tiempo en la barbarie y la destrucción mutua.
domingo, 27 de marzo de 2016
viernes, 25 de marzo de 2016
Enseñanza de Shanjian sobre la injusticia (y 2)
La verdad es
que la mayoría de nosotros somos incapaces de soportar sentirnos comunes y
corrientes; casi preferiríamos ser especiales o morir. El principal culpable de
esto, por supuesto, es nuestra identidad, a la que tratamos como nuestra
posesión más preciada, permitiéndole que maneje nuestras vidas.
Estamos presos
de un espejismo colosal, que sin embargo tiene terribles consecuencias
prácticas para nuestro entorno y para las vidas que vivimos. Nos sometemos al
imperio de la ley humana, que en realidad es ajena e ignorante de la Fuerza de la Vida. Violamos nuestra conexión con la
naturaleza, le damos la espalda a nuestro potencial intrínseco, y nos topamos
con toda suerte de problemas y conflictos no naturales en la red enmarañada de
intereses de la identidad que gobierna nuestras vidas. No es ninguna sorpresa
que suframos. Es más, somos
propensos a gritar “¡Qué injusticia!” ante cualquier revés, cuando de hecho
somos culpables de la primera y más grave ofensa.
Pero veamos algunos ejemplos concretos
un momento.
Presentas una
idea brillante y otro se apunta el mérito.
Alguien mete
la pata y te toca arreglar los desperfectos que ha dejado tras de sí.
Confías en alguien y traiciona tu
confianza, yéndose de la lengua con un tercero.
Te pasan por alto para una promoción que
te mereces en el trabajo.
Son casos cotidianos en los que muy
probablemente sientes tu dignidad ofendida por una injusticia que clama al
Cielo. Pero esta reacción común evita el meollo de la cuestión, que es la injusticia
máxima que hemos cometido para empezar: el daño que nos hemos hecho a nosotros
mismos y a toda la vida al ponernos del lado de las identidades y arrojar a
nuestra propia naturaleza a un ostracismo injustificado. Nuestra indignación
solo refleja la mitad de la verdad.
Hay un vertido en alta mar y de repente
tu televisión muestra imágenes de pelícanos cubiertos de viscoso y negro
chapapote, aleteando impotentes para escapar del desastre volando.
Hay un incendio forestal porque algún
individuo o empresa quiere urbanizar ese pedazo de suelo en concreto. Todo tipo
de árboles, arbustos y animales, incapaces de escapar a la furia de las llamas,
quedan reducidos a cenizas.
Ves un bonsai de una especie por lo demás majestuosa, encogido a tamaño
pigmeo para satisfacer el engreimiento humano con todo tipo de trucos que
impiden su crecimiento natural.
Lees sobre gansos a los que se ceba
dolorosamente y se sacrifica para disfrute de unos pocos paladares exigentes.
Una vez más, tu sensación de agravio se
enciende, esta vez en aparente defensa de la Fuerza de la Vida de los demás...
pero también te quedas corto y yerras el tiro si no te incluyes a ti mismo en
el cuadro. Porque nosotros también hemos cubierto nuestra propia naturaleza con
el chapapote de nuestra confusión, la hemos quemado con el fuego de nuestros
deseos, la hemos mutilado hasta someterla con las tijeras podadoras de nuestra
aversión y hemos intentado cebarla con la comida basura de nuestra identidad.
¿No estás de
acuerdo en que la mayoría de las veces este sentido de indignación por la
injusticia que cometen los demás tiene un conveniente efecto narcótico sobre tu
disposición a examinarte honradamente a ti mismo antes de tirar la primera
piedra?
Pero volvamos a nuestra pregunta
inicial. ¿Qué hacemos cuando nos cruzamos con una injusticia cometida contra
nosotros o contra otros?
El primer
paso, por supuesto, debe ser restaurar la justicia dentro de nosotros y hacer
las paces con nuestra naturaleza distanciada. Solo entonces estaremos en posición
de revisar la situación tranquilamente, con compasión, afecto benevolente y
ecuanimidad, y hacernos esta pregunta: Esta aparente injusticia, ¿de verdad le
está haciendo daño a la Fuerza de la Vida (es decir, a nuestro derecho o el de
cualquier otro ser vivo a sobrevivir) o por el contrario le está haciendo daño
a nuestra identidad o la suya?
Sabemos que las identidades no son
naturales y por tanto no tienen nada que reclamar con respecto al derecho a
sobrevivir de la Fuerza de la Vida; sin embargo, también sabemos qué bien
imitan sus modos y maneras y usurpan sus prerrogativas. Debemos andarnos con
mucho cuidado en nuestra evaluación.
Bodhidharma tenía
algo interesante que decir sobre cuando sufrimos una injusticia:
Cuando los que buscan un camino se topan con una
adversidad, deberían pensar para sí mismos: “En incontables edades pasadas le
he dado la espalda a lo esencial para irme a lo trivial y he errado por todo
tipo de existencias, a menudo airado sin causa y culpable de transgresiones sin
número. Ahora, aunque no cometo mal alguno, se me castiga por mi pasado. Ni los
dioses ni los hombres pueden prever cuándo dará fruto un acto malvado. Lo
acepto con el corazón abierto y sin quejarme de la injusticia”. El sutra dice: “Cuando
te cruzas con la adversidad no te enojes, porque tiene sentido”. Si mantienes
esa comprensión, estás en armonía con la razón. Y al sufrir la injusticia
entras en el camino.
Nos perdemos
el mensaje esencial si interpretamos que esto se refiere a vidas pasadas o a
otras fantasías de escaso valor práctico aquí y ahora. La verdad del asunto es
que Bodhidharma está hablando del interminable ciclo de renacimientos de la
identidad, en el que hemos estado enmarañados desde tiempos inmemoriales –esto
es, desde el principio de nuestra vida, “dándole
la espalda a lo esencial para irnos a lo trivial y errando por todo tipo de
existencias, a menudo airados sin causa y culpables de transgresiones sin
número”. Al seguir el tortuoso camino del deseo y apego de la identidad, hace
tiempo que hemos olvidado nuestra verdadera naturaleza de seres humanos y nos
hemos conformado con una imitación de tercera categoría. Esta es en sí misma la
madre de todas las injusticias contra la Fuerza de la Vida –y allá donde
vayamos, llevamos a cuestas sus semillas y de vez en cuando sus amargos frutos,
mientras no nos zafemos de su trampa.
Es esto, un
karma que hemos acumulado nosotros y nadie más, lo que distorsiona
irremisiblemente nuestra experiencia de la injusticia. Mientras no nos
enfrentemos a esa realidad, nuestra visión de lo que es justo e injusto será
irremediablemente defectuosa. Tenemos que aceptar nuestra responsabilidad por esta
escisión que hay en nuestro interior y comprometernos a repararla.
En cuanto admitimos la injusticia
primordial que llevamos dentro, damos un primer paso crucial para remediarla,
recobramos una perspectiva correcta sobre la vida y recuperamos nuestro lugar
en el orden general del universo.
Al hacerlo,
podemos encontrarle un buen uso a las ocasiones en las que sufrimos la injusticia –de hecho, el mejor
uso posible: el que disuelve nuestro sufrimiento, desactiva las trampas de
nuestra indignación llena de identidad, y nos deja en posición de asegurarnos
que servimos a la Fuerza de la Vida en todas las circunstancias y lo mejor que podemos.
Solo entonces
seremos capaces de “aceptarlo con el corazón abierto y sin quejarnos de la
injusticia” –cuando el lodo del sufrimiento de la identidad produzca la flor de
loto de la comprensión y la rectitud.
jueves, 24 de marzo de 2016
Enseñanza de Shanjian sobre la injusticia (1)
El siguiente
texto de Shanjian Dashi sobre la injusticia es también una exposición diáfana,
sencilla y cercana de qué es el Dharma en el fondo, una vez se aparta toda la
hojarasca exótica que a menudo camufla su verdadera naturaleza. Tras todos
estos años con él y sin él, me sigue asombrando su capacidad para poner el dedo
en la llaga como paso previo, doloroso a veces pero necesario, para curarla.
En este
caso, su enseñanza me resuena especialmente por algunas imágenes que yo también
había usado en mis escritos y en conversaciones con él, pero que él lleva
varios pasos más allá. Me lo tomo como una amable reconvención y un
recordatorio de que siempre hay que mirar más allá de las golosinas que nos
presentan las identidades –también las intelectuales o literarias, ya que a fin
de cuentas la mente no es más que otro sentido, con sus propios placeres
sensuales.
Hay dos
noticias ocurridas hace poco, cada una dramática a su manera, que relaciono con
esta enseñanza porque muestran hasta qué punto buscamos razones externas para sentirnos
injustamente agraviados o maltratados por la fortuna, como si eso compensara la
injusticia primordial que según Shanjian llevamos dentro.
Una tiene
que ver con un joven extranjero, recientemente liberado de una cárcel española
tras haberse demostrado que no cometió la violación por la que ha pasado trece
años entre rejas. Como parece habitual, al poco de ingresar en prisión sufrió
una brutal paliza a manos de otros internos, empeñados en castigar su crimen como
si eso les redimiera a ellos, que habrían cometido delitos menos repugnantes en
comparación. En este triste ciclo de rechazo y humillación, los ofendidos buscan
consuelo encontrando a otros más reprobables que ellos y luego tomándose la
injusticia por su mano.
El segundo
caso tiene que ver con un accidente de autobús en el que hace días murieron
varias estudiantes extranjeras en una carretera española. Varios padres
acudieron desde sus países de origen a recoger los restos de sus hijas. Uno de
ellos, con una actitud comprensible por la conmoción y el dolor del momento
aunque totalmente irracional, lamentaba que había enviado a su hija a un país
amigo y ahora se la devolvían muerta. Un accidente imprevisible en un lugar
vecino con condiciones muy similares de tráfico, leyes y
cultura se convertía así en la afrenta injustificable de un país entero, culpable
colectivo de su tragedia. Es como si un dolor intolerable se hiciera más
llevadero cuando se combina con la sensación de agravio.
Ambas parecen
reacciones extremas, pero a pequeña escala las vemos y vivimos casi a diario. El problema siempre son los otros, y si no están a mano nos permitimos cualquier manipulación mental con tal de traerlos a escena, porque se trata de que veamos la paja en ojo ajeno antes que la viga en el propio. Este
texto de Shanjian explica muy bien por qué. Es una entrada larga, pero merece
la pena:
¿Cómo
afrontamos la injusticia en nuestras vidas, sobre todo dado nuestro potencial
inherente para la compasión y el afecto benevolente? Esto dista mucho de ser
una cuestión académica, ya que la mayoría de nosotros nos hemos cruzado o nos
cruzaremos con la injusticia en una forma u otra a lo largo de nuestras vidas.
Quizá no nos afecte directamente si tenemos suerte, pero aún así plantea una pregunta
peliaguda: ¿qué hacemos cuando nos enfrentamos a la violación de nuestro sentido
de lo que está bien y lo que está mal?
En cualquier discusión sobre la
injusticia, haremos bien en considerar su opuesto polar, sin el cual no podría
existir. Debemos tener en cuenta los dos aspectos de la cuestión a la vez para lograr
una visión equilibrada.
Así pues, ¿qué es en realidad la justicia?
Bien, si la tomamos tal cual, sería “lo
que es justo”, entendido como “lo que encaja”.
Pero eso plantea la pregunta: ¿lo que
encaja en qué?
Ay, ése es el problema. Hay muchos
candidatos para ese criterio. De hecho, puede que
haya tantas varas de medir para la justicia como personas hay en este planeta,
aunque por motivos prácticos los humanos las hemos reducido al número de países
que existen en el globo terráqueo, más o menos.
Sin duda hay otros criterios que aspiran
a ser universales y atravesar las fronteras nacionales, pero en realidad están
muy lejos de contar con un respaldo universal. Los occidentales tienen sus
derechos humanos, los musulmanes tienen su shari’a,
los indios andinos tienes sus códigos ancestrales... pero todos se quedan
cortos a la hora de ganarse la aprobación generalizada porque parecen ser específicos
de las culturas que los vieron nacer.
Sin embargo, todos ellos comparten un
rasgo que los mancha por igual: están hechos por el hombre y se ajustan a una
idea cognitiva de la justicia –además de reflejar a menudo circunstancias
históricas obsoletas superadas hace mucho tiempo.
¿Hay alguna salida de este punto muerto
de ideas irreconciliables y parciales de lo que es la justicia?
Sí que lo hay, sin duda. Hay un criterio
que no está hecho por el hombre y opera a través de la naturaleza. Lo llamamos
la Fuerza de la Vida. Es lo que anima a todo ser vivo y lo mantiene con vida.
¿Podríamos decir, entonces, que
cualquier cosa que protege, favorece y beneficia a la Fuerza de la Vida es
justo? ¿Y que cualquier cosa que degrada, daña o destruye la Fuerza de la Vida
es injusto?
Parece que aquí caminamos sobre una base más
sólida, ya que hemos eliminado la inevitable arbitrariedad de los sistemas de
justicia humanos. La Fuerza de la Vida es
inequívoca y no admite distinciones de género, raza, clase o ni siquiera
especie.
Sin embargo, quizá tengamos que renunciar a un vasto repertorio de nociones y expectativas de privilegio muy queridas a cambio de esa base firme. Es así porque a la Fuerza de la Vida solo le interesa una cosa: la SUPERVIVENCIA –nada sofisticado o lujoso, y desde luego nada “a la carta”. La supervivencia pura y dura, sin adornos.
Más aún, esta Fuerza de la Vida es la
misma en los humanos y en otros seres vivos, así que si la adoptamos como criterio
debemos honrar esa condición común y reconocer el derecho inherente de cada ser
vivo a seguir con vida, limitado únicamente por el derecho de otros organismos
a sobrevivir también, con el potencial de conflicto natural que es inherente a
la lucha por la supervivencia y el proceso de selección natural.
Esto, por
cierto, se acerca mucho más a la verdadera etimología de “justicia”, que es la
cualidad de ius, el derecho natural,
en oposición a lex, la ley humana.
Pero date cuenta de lo siguiente: el derecho a
seguir con vida de todo ser solo está limitado por su conflicto potencial natural con el derecho a seguir con vida
de otros seres. Una vez más, la mera supervivencia es el único principio
válido. En otras palabras, es injusto privar a cualquier ser vivo de su derecho
a vivir de acuerdo con su propia naturaleza por cualquier motivo excepto
nuestra propia supervivencia –no porque nos guste, no porque seamos
descuidados, no porque sea conveniente o lucrativo. La vida se alimenta de vida,
de manera que la muerte es inevitable; pero no deberíamos matar o dañar la
integridad de cualquier ser vivo a menos que sea absolutamente necesario, y en
ese caso, solo con la máxima conciencia posible del sacrificio que eso implica.
Éste es por
tanto un criterio universal de justicia, aplicable a todas las formas de vida
del planeta Tierra, que parece el más equitativo porque no gira en torno al equivocado
sentido humano de su propia importancia y superioridad. Si lo adoptamos, es un
testimonio de nuestra condición exaltada como único ser terrenal que es capaz
de actuar como cuidador de toda la biosfera, asegurando así la supervivencia no
de seres vivos individuales sino de la Fuerza
de la Vida en su totalidad.
El problema es
que nosotros los humanos tendemos a pasar por alto lo que es esencial en la
vida y enamorarnos de los adornos; de hecho, parece como su la mayoría de
nuestras vidas no consistiera de otra cosa que añadidos, elaboraciones y adornos que le endosamos a este impulso básico de sobrevivir, que
compartimos con los animales y las plantas. A fin de cuentas, un estilo de vida
que nada más se ocupara de nuestras puras necesidades físicas y mentales se nos
haría insoportablemente aburrido en esta época de consumismo desbocado,
entertenimiento de masas y gratificación instantánea. A esta alternativa
fabricada por el hombre la llamamos “cultura” y sentimos que nos eleva por
encima del humilde reino de los instintos toscos que gobiernan a otros seres
terrenales. Nos hace sentirnos únicos, privilegiados y con derecho a dominarlo
todo –nuestro “destino manifiesto” de explotar la abundancia de la naturaleza
mientras esté ahí, al alcance de nuestras manos.
Así pues, éste
es nuestro reto. ¿Estamos dispuestos a tirar por la borda el sentido de nuestra
propia importancia y nuestros derechos adquiridos junto con nuestro sesgado
sentido de la justicia? ¿Podemos recuperar nuestra condición de guardianes del
Jardín del Edén, incluso si eso supone volvernos más comunes y corrientes a nuestro
parecer?
martes, 8 de marzo de 2016
La investigación libre y crítica
An accomplished person does not by a philosophical view or by thinking become arrogant, for he is not of that sort; not by holy works, nor by tradition is he led, he is not led into any of the resting places of the mind.
For one who is free from views there are no ties, for one who is delivered by understanding there are no follies; but those who grasp after views and philosophical opinions, they wander about in the world annoying people.
La persona consumada no se vuelve arrogante debido a una perspectiva filosófica ni mediante el pensamiento, porque no es de ese tipo; no se deja llevar por las obras sagradas ni por la tradición, no se dejar llevar a ninguno de los lugares de descanso de la mente.
Para uno que está libre de puntos de vista no hay ataduras, para uno que se ha liberado mediante la comprensión no hay locuras; pero los que se aferran a puntos de vista y opiniones filosóficas, esos deambulan por el mundo irritando a la gente.
A menudo se cita el Sutra de los Kalamas cuando se quiere presentar la actitud de investigación libre y crítica que recomienda el Dharma. Pero estas palabras del Buda realmente ponen el dedo en la llaga: ¿quién no se ha dejado y se deja llevar aún a esos "lugares de descanso de la mente"?
Cada instante es nuevo y distinto y pide su propia respuesta... pero ¡qué limitado y repetitivo es nuestro repertorio! Eso también es una forma de esclavitud. El pensamiento, las filosofías, los dogmas... pueden ser útiles para avanzar en el mundo, pero son conchas vacías, restos cristalizados de otras circunstancias. El sufí Rumi viene a decir lo mismo con otras palabras, propias de su tradición, cuando le habla a su Dios: "Quienquiera que adore lo que haces está lleno de gloria. Quienquiera que adore lo que has hecho no es un verdadero creyente".
Es paradójico, ¿verdad?, que mediante la meditación sentada (zuochan, zazen), en la que lo que se sienta en realidad es la mente, consigamos liberar a la mente de su tendencia a refugiarse en sus lugares de descanso habituales.
A veces unas pocas palabras del Buda contienen sabiduría para una vida entera... ¡pero solo si las aplico como constante piedra de toque y no las convierto en otro lugar de descanso de la mente!
For one who is free from views there are no ties, for one who is delivered by understanding there are no follies; but those who grasp after views and philosophical opinions, they wander about in the world annoying people.
La persona consumada no se vuelve arrogante debido a una perspectiva filosófica ni mediante el pensamiento, porque no es de ese tipo; no se deja llevar por las obras sagradas ni por la tradición, no se dejar llevar a ninguno de los lugares de descanso de la mente.
Para uno que está libre de puntos de vista no hay ataduras, para uno que se ha liberado mediante la comprensión no hay locuras; pero los que se aferran a puntos de vista y opiniones filosóficas, esos deambulan por el mundo irritando a la gente.
A menudo se cita el Sutra de los Kalamas cuando se quiere presentar la actitud de investigación libre y crítica que recomienda el Dharma. Pero estas palabras del Buda realmente ponen el dedo en la llaga: ¿quién no se ha dejado y se deja llevar aún a esos "lugares de descanso de la mente"?
Cada instante es nuevo y distinto y pide su propia respuesta... pero ¡qué limitado y repetitivo es nuestro repertorio! Eso también es una forma de esclavitud. El pensamiento, las filosofías, los dogmas... pueden ser útiles para avanzar en el mundo, pero son conchas vacías, restos cristalizados de otras circunstancias. El sufí Rumi viene a decir lo mismo con otras palabras, propias de su tradición, cuando le habla a su Dios: "Quienquiera que adore lo que haces está lleno de gloria. Quienquiera que adore lo que has hecho no es un verdadero creyente".
Es paradójico, ¿verdad?, que mediante la meditación sentada (zuochan, zazen), en la que lo que se sienta en realidad es la mente, consigamos liberar a la mente de su tendencia a refugiarse en sus lugares de descanso habituales.
A veces unas pocas palabras del Buda contienen sabiduría para una vida entera... ¡pero solo si las aplico como constante piedra de toque y no las convierto en otro lugar de descanso de la mente!
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