domingo, 27 de noviembre de 2011

El eterno retorno de los brujos


Estaba pensando cómo explicar la apuesta radical del budismo frente a las innumerables seducciones que se ofrecen a los buscadores espirituales cuando me he cruzado con esto en la prensa de hoy:

http://www.elmundo.es/elmundo/2011/11/26/espana/1322304818.html

Se trata de un ejemplo espectacular del género que llamo “psicogeneabobadas”, que tanto éxito parecen tener estos días. Por eso mismo, quizá sea útil para entender por contraste qué es lo que el aprendizaje del Dharma puede hacer por nosotros.

¿Qué son las “psicogeneabobadas”? Pues, literalmente, tonterías inventadas o generadas (genea-) por la mente (psico-), o lo que vulgarmente se denomina “pajas mentales”.

Sabemos que la mente está en el origen de toda experiencia. Es una gran herramienta, sin duda, pero una mente confiada y con pocos conocimientos es terreno fértil para que broten en ella todo tipo de creencias sin fundamento; conviene tener cuidado con las semillas que plantamos ahí. Como dice el Dhammapada: “Nuestra vida es moldeada por la mente: nos convertimos en lo que pensamos. El sufrimiento le sigue a un mal pensamiento igual que las ruedas de un carro siguen a los bueyes que tiran de él. Nuestra vida es moldeada por la mente: nos convertimos en lo que pensamos. El gozo le sigue a un pensamiento puro como una sombra que nunca se va”.

En este caso, la superchería toma como base una función propia del sistema aferente, la percepción, que como sabéis se encarga de darle nombre y forma a los estímulos que entran en la mente. Esa, y nada más que esa, es la función natural: un sistema de catalogación y clasificación que facilita el almacenamiento y la recuperación de los datos en la memoria. Como veis, algo normal, útil y sencillo.

Pero ¿en qué se convierte esto en manos de los brujos prestidigitadores? En una ciencia mágica y acechada por peligros ocultos, en donde las malas prácticas pueden convertirse en una enorme bola de nieve que acabe por arruinar tu vida y arrastrarte a la depresión y casi al suicidio.

No lo menciono solo para desacreditar esta superstición en particular, sino para mostrar el enorme potencial de la mente para inventarse cosas, creerse su existencia y luego sufrir por ello. ¿Absurdo? Sí, pero en absoluto trivial: el mismo mecanismo aparentemente inocente que puede operar sin consecuencias nefastas en un cursillo de fin de semana para gente simplemente curiosa es el que doblega la voluntad de muchas mujeres africanas que se prostituyen en nuestras calles bajo la amenaza del vudú, aplicado a ellas o a sus familias en su país de origen.

Trampas de este estilo –donde la mente cocina, come y luego se indigesta con sus propios inventos fantasiosos– son la mejor recomendación para averiguar cómo funciona esa mente, limpiarla de bagaje tóxico, sustraernos a su dominio y ahorrarnos sufrimiento innecesario.

Afortunadamente, hay remedio. Frente a las añagazas de la mente (la nuestra… y quizá la de otros interesados en nuestro tiempo, energía y dinero) no conozco mejor antídoto que las enseñanzas profundas del Dharma natural. Ese Dharma nos proporciona un punto de apoyo universal al enseñar no solo que la mente se lo inventa todo, sino cómo lo hace. Una vez cazamos a la mente “in flagranti”, nos asentamos en suelo firme y muchos de los castillos de sufrimiento que hemos construido en el aire se derrumban sin más.

El Dharma de Buda es un disolvente universal que es capaz de revelarnos la vacuidad de la mente, liberarnos de todos sus contenidos malsanos y descubrir su verdadera naturaleza como maestra de ilusiones del mundo. Pero, incluso si no queremos hacer el viaje completo, también puede valer para desembarazarnos de creencias y miedos irreflexivos, de cuentos de viejas y fantasmas autogenerados que, como poco, estrangulan nuestro desarrollo natural.

El Dharma no es algo que practicamos para darle una alegría a Buda o a nuestros maestros; es algo que hacemos en beneficio de nuestra propia naturaleza y la de todos los seres. La clave, en nuestra condición de partida, casi siempre implica liberarnos de todo el equipaje mental excesivo y a menudo ponzoñoso que arrastramos desde el inicio de nuestra vida. No es fácil, pero es posible.

Como dicen los notarios, doy fe.

viernes, 18 de noviembre de 2011

¿Qué vida merece la pena vivir?


A veces, viendo la cantidad de personas que se acercan a la orilla del budismo, prueban el agua tímidamente con los dedos de los pies y luego retroceden y se van en busca de océanos menos bravíos, me he preguntado qué es lo que debe tener alguien para entrar en el Dharma con buen pie.

Me refiero, evidentemente, a experiencias mundanas y no a otros atributos…

Como no puedo entrar en la mente de todas las personas, solo puedo hacer introspección en mi propio caso, sin pretender que sea un modelo a seguir.

En relación con esto, me viene a la cabeza la conocida máxima de Sócrates, que dijo que la vida que no se examina no merece la pena vivirse: anexétastos bíos u biotós, una frase memorable que plantea con nobleza un dilema humano básico. ¿Cuál es la vida que merece la pena vivir?

Bien, es un principio, aunque el autoexamen no es necesariamente suficiente. ¿Qué pasa si uno analiza su vida y concluye que es estupenda? No parece muy probable que se quiera enfrentar a la gran tarea, a menudo ardua y áspera, de la transformación interna. Mientras uno siga encelado persiguiendo el éxito o la felicidad en los términos que ofrece el mundo y la sociedad sanciona, es poco verosímil que siente sus reales en un cojín de meditar y se dedique a la auto-indagación.

Por otra parte, no es ningún secreto que al budismo llega quizá más gente con experiencias de sufrimiento intenso que a otras vías, dado que el propio Shakyamuni eligió el sufrimiento (dukkha) como piedra angular de su enseñanza. Pero, ¿es imprescindible o siquiera necesario sufrir para emprender el sendero?

En mi caso, el principal acicate fue una sensación latente de estar desperdiciando mi vida en empresas que no iban a ninguna parte y vivir alejado de mi naturaleza humana más profunda. Eso seguramente no contará como sufrimiento a ojos de la mayoría, pero es la base misma de dukkha –la impresión de ser algo separado de todo lo demás y de estar irrevocablemente exiliado de la unidad primigenia. Luego, es verdad, vino un empujón en forma de achaque de salud que me hizo darme cuenta de que realmente este camino de volver a casa era lo más importante y lo mejor que podía hacer por mí mismo y por los demás mientras tuviera el privilegio de contar con tiempo y energía.

Meses después, cuando conocí de primera mano el Dharma de Shanjiàn, una enseñanza destacó por su capacidad de iluminar y explicar áreas enteras de mi vida interior que hasta entonces estaban en penumbra. Como limaduras de hierro en presencia de un imán, un montón de experiencias e intuiciones se ordenaron por sí solas, apuntando en una dirección unívoca: no estaba viviendo mi propia vida, sino la de otros.

Pero esos “otros” no eran quienes me rodeaban –familia, amigos, sociedad, etc. Estaban dentro de mí, como impulsos subconscientes no reconocidos, agrupados en tres formas que el Dharma llama confusión, codicia y aversión. En otras palabras, las manchas de los centros visceral, emocional y mental que Shanjiàn llama “identidades”, término más cercano, tangible y retador que gunas, “venenos” o “raíces malsanas”, como se las conoce en la tradición budista.

Así llegué con el tiempo a mi propia versión de la máxima socrática: “La vida en manos de las identidades no merece la pena vivirse”. La enseñanza del Dharma solo le puso nombre y forma a una intuición vaga que ya tenía de antes y que fue la clave para mí: vivir de pie, no arrodillado ante el poder insidioso de la alucinación interna y externa causada por las hijas de Mara.

La conclusión –nada heroica, sino por pura eliminación– de que no había alternativa fue lo que me decidió a emprender este camino que aún no ha terminado ni tiene visos de terminar, pero en el que claramente no hay vuelta atrás. La certeza de que uno ha agotado definitivamente sus recursos y escapatorias aleja el riesgo y la tentación de tirar la toalla y volver a lo malo conocido, al gran casino del mundo que reparte aleatoriamente bazas de sufrimiento y falsa felicidad, con el triste consuelo de que, al fin y al cabo, es lo que hace todo el mundo.

Frente a eso, una vez te embarcas en busca de la verdad de la vida no hay garantías de que vayas a encontrarla, pero ¿qué otra cosa puede haber que merezca la pena más que eso?

La vida que se integra en la unidad total de la vida es la que merece la pena vivir.

martes, 8 de noviembre de 2011

Pasenadi y los minutos basura



En deporte, se llama “minutos basura” al tiempo que queda en un partido cuando todo está decidido, que se suele aprovechar para darles una oportunidad a los jugadores más jóvenes para que se vayan fogueando sin que sus posibles errores de novato salgan demasiado caros.

Pienso en eso cada vez que oigo en conversaciones o capto en escritos una actitud común sobre la práctica espiritual, que la representa como un subidón continuo, una serie de momentos culminantes, de encuentros con gente desarrolladísima, de gestos llenos de significado y trascendencia, de grandes revelaciones y avances… Todo parece ocurrir en una suerte de realidad paralela, limitada únicamente por la fantasía de su creador.

Recuerdo una ocasión hace años en que asistí, invitado por un amigo, al retiro de un reputado maestro: había un gran local urbano acondicionado para el evento (con mesa de mezclas, trono y alfombra roja incluida), cientos de gentes venidas de Europa y América, mercadillo de abalorios espirituales, etc. Las enseñanzas no me resonaron demasiado y la supuesta iniciación que dispensó a la masa casi me pareció una parodia. Pero hubo gente que literalmente alucinó con la experiencia y en especial con la sabiduría y perspicacia que el maestro les había mostrado en los escasos instantes que había pasado con ellos –un poco al estilo de los Reyes Magos en Navidad, cuando reciben a los niños que han aguantado largas colas para sentarse un momento en su regazo, entregarles sus cartas y contarles lo buenos que han sido.

Al día siguiente, el maestro cogió un vuelo internacional para ir a su siguiente destino, donde posiblemente le aguardaban más estudiantes igual de solícitos y, para él, anónimos. Como dicen en márketing, ¡el tiempo es oro!

¿Cómo se puede ser maestro o discípulo de alguien al que apenas se conoce? No hay alternativa a pasar tiempo de verdad al lado de alguien para saber cómo es. Entonces, el roce hace que afloren las verdades ocultas y esos “minutos basura” que parecía que no contaban para nada, y en los que no parecía ocurrir nada de importancia, se convierten por el contrario en una piedra de toque valiosísima a la hora de separar el grano de la paja.

La verdad a menudo está en los pequeños detalles. Por ejemplo, para vislumbrar cuál es el temperamento de un estudiante, el Visuddhimagga, el gran tratado de Buddhaghosa, recomienda fijarse en cómo barre una habitación o se hace la cama; no es algo muy fácil de hacer si uno enseña y luego sale enseguida de camino al siguiente aeropuerto. También los antiguos maestros Chan eran dados a derribar cualquier ensoñación mística de sus seguidores. Como decía Yunmen sobre el despertar, “Hermanos, si hay alguien que lo ha alcanzado, pasa sus días de conformidad con lo común y corriente”. Y el famoso Mente Zen, mente de principiante de Shunryu Suzuki recalca la misma idea: “Pero a fin de cuentas no es lo que el maestro tiene de extraordinario lo que deja perplejo, intriga y hace más profundo al discípulo; es lo que tiene de completamente corriente”.

Nos engañamos si creemos que el camino espiritual tiene que ser un romance ininterrumpido. La cercanía continuada con un ser realizado puede resultar una perspectiva incómoda, incluso formidable; pero no conozco nada que la pueda sustituir, ni siquiera en esta época de prisas y pseudo-soluciones instantáneas a las necesidades más hondas de nuestra naturaleza humana. Como tantas veces, Buda también tiene algo que decir al respecto, con palabras que reúnen sabiduría, compasión y sentido común a partes iguales:

Una tarde, el Buda se levantó de su meditación y se sentó a las afueras de la puerta este del parque donde residía. Entonces, el rey Pasenadi, que llegaba de visita, saludó al Buda y tomó asiento a su lado. Justo en ese momento, no lejos de ahí, un gran grupo de ascetas errantes pasaba de largo. Con sus cuencos de limosna, algunos de estos ascetas llevaban el pelo largo y sucio, algunos iban desnudos, otros llevaban una túnica nada más y algunos eran vagabundos. Una vez habían pasado, el rey le preguntó al Buda: “¿Se puede pensar que alguno de esos ascetas sean arahats o que estén en camino de convertirse en arahats?”

El Buda le contestó: “Es al vivir una vida en común con una persona como descubrimos el carácter moral de esa persona; y eso sólo si, siendo perspicaces nosotros mismos, le hemos observado a esa persona largo tiempo. Es sólo en conversación con una persona como descubrimos la sabiduría de la persona y la claridad de su corazón; y eso sólo si, siendo perspicaces, hemos prestado atención largo tiempo. Es durante los tiempos revueltos cuando descubrimos la fortaleza de otros; y eso sólo si, siendo perspicaces, hemos prestado atención largo tiempo”.