miércoles, 28 de mayo de 2008

En la muerte de un montañero

No sé muy bien por qué me ha “agarrado” esta noticia ni por qué he querido escribir sobre ella; desde luego, es algo que me ha costado más de lo que imaginaba. Sé que puede resultar algo polémico pero, con la premisa de que esto no es un oráculo budista sino parte de un proceso de ir ganando claridad, aunque sea a base de patinazos, ahí va:

Leo las páginas de un diario de hoy sobre la muerte por edema cerebral y pulmonar, a pesar de los esfuerzos generosos de quienes le acompañaban y de los que ascendieron para intentar rescatarlo, de un montañero español atrapado durante varios días en condiciones precarias a más de siete mil metros de altitud en las laderas del Annapurna.

¿Por qué escribo esto hoy? No soy alpinista. Nunca he sentido la llamada de la montaña y, de haberla sentido, tampoco es seguro que hubiera tenido valor o destreza para dedicarme a ella con éxito. Y tampoco es que conociera a Iñaki, aunque no es difícil sentir simpatía por él, gracias al cálido retrato que han dibujado sus amigos y compañeros estos días:

¿Cómo decir lo esencial? ¿Cómo expresar que Iñaki era valiente y buena persona? Vuelvo a intentarlo. Este año, Iñaki salió rumbo al Himalaya mucho antes de lo que tocaba. “No tengo nada que me retenga en casa. Así que, puestos a entrenarme, lo hago allá, subiendo montes distintos”, aclaró. De la ciudad sólo le interesaban las salidas hacia el Pirineo. Y los Sanfermines, corriendo ante los toros. Por teléfono, una mañana, Iñaki se confesó perdido en un centro comercial: metáfora de su forma de afrontar la vida. Sospecho que era tan feliz en Nepal o Pakistán como entrenándose en soledad en las lomas que circundan Pamplona. Bien lejos de las servidumbres de lo cotidiano. Es más viable ser feliz cuando uno sabe qué hacer con su vida; cuando elige, libre, antes de que las circunstancias decidan por uno mismo. Pero resulta mucho más complicado ser consecuente con un ideal. De hecho, lo difícil no es escalar uno o doce ochomiles. Lo realmente admirable es hipotecarse emocionalmente para no traicionarse, para no bajar los brazos, para ser distinto en un mundo de clones. Tener la fuerza de soñar, de ser fiel a un estilo de vida, de asumir la muerte como parte de la apuesta vital. Y, además, contarlo de viva voz, incansable, en conferencias y artículos sabiendo que la audiencia escuchará agradecida, soñando un instante, siguiendo después con sus vidas.

En realidad son estas palabras, firmadas por Óscar Gogorza, las que me mueven a reflexionar sobre esta muerte, que en el fondo es todas las muertes. Es cierto que la gente muere todos los días a nuestro alrededor sin que nos demos cuenta; ahora bien, cuando llega en situaciones tan dramáticas, ese tránsito le confiere un relieve especial a la vida de quien se acaba de ir, igual que el azul profundo del cielo sin nubes resalta los contornos de las cumbres nevadas, deslumbrantes de puro nítidas: un escenario majestuoso donde algunos acuden para encontrar una dimensión más noble del ser humano al poner a prueba sus límites ante las fuerzas de la naturaleza, aceptando la paradójica mezcla de soledad y unidad que puede brotar de ese encuentro. Sin embargo, con los mínimos datos que tengo a mano, me cuesta resistirme a una doble sensación de potencial desaprovechado en esta ocasión, tanto por la vida que se ha perdido como por las líneas que la glosan y que a mi juicio se acercan al espacio natural del Dharma, aunque sin llegar al fondo del asunto.

No es así en absoluto porque este montañero optara por vivir al margen de la corriente, sin tomar parte en la gran ceremonia de la confusión, codicia y aversión colectiva que llamamos civilización, sin “cumplir con sus obligaciones”, como se suele decir, incluso cuando eso pueda suponer remar despreocupadamente mientras nuestra nave de los locos se sigue acercando a las cataratas que la acechan. Al contrario, entiendo y comparto el desafecto por la vida “civilizada” de muchas de estas personas que buscan un espacio más auténtico donde aún haya sitio para la aventura, la solidaridad e incluso el heroísmo; pero es una lástima que eso se logre a costa de poner en peligro sus vidas sin motivos de fuerza mayor. En cierto sentido, sus muertes prematuras también son “daños colaterales” de nuestra sociedad desquiciada, no tan distintos de las de cientos de personas que se quitan la vida voluntariamente cada año. Y ¿cómo no entender también que un amigo escriba la semblanza emocionada del recién desaparecido en los términos más elogiosos que sea capaz de imaginar? Pero, con todos los respetos, hay algo más allá, una cumbre más elevada cuya conquista Óscar no le atribuye a su amigo Iñaki, a pesar de sus mejores intenciones.

En efecto, la actitud que describe refleja casi un acercamiento intuitivo al espíritu del Dharma y el Tao, tal como yo lo entiendo, excepto por una condición fundamental: que todo se haga teniendo presente el beneficio de los demás. Cuánto mejor sería aprovechar la fuerza y el idealismo de estos aventureros –en realidad, de todos y cada uno de nosotros, incluidos los que no sentimos la llamada del Himalaya– en un camino que beneficie a los aparentes individuos que formamos la gran tribu humana, a los animales, las plantas y el planeta. Esta dedicación a la unidad de toda la vida es la premisa del buen camino budista, en sentido no religioso, que lleva a la unificación, o mejor dicho a la reintegración, con esa misma unidad mediante la experiencia directa. Y no es ciencia-ficción; está a nuestro alcance: hay gente que ha “hecho cumbre” ahí y luego ha vuelto para contarlo.

Cuando eso ocurre, la vida simplemente fluye de manera natural, sin artificios. Es cierto que a algunos ese “alpinista espiritual”, visto a distancia o desde la emoción del momento, les podrá parecer admirable, heroico, casi inalcanzable; otros, más de cerca, apreciarán su lealtad y coherencia, su fuerza para soñar, su entusiasmo para trabajar y compartir lo que ha encontrado por el camino, así como su coraje ante cualquier cosa que puedan traer la vida o la muerte, incluso la soledad y la incomprensión de los que “escuchan agradecidos, sueñan un instante y luego siguen con sus vidas”, que es lo que suele ocurrir las más veces. Pero si hemos de creer a los que han coronado esa cumbre, cuando uno llega ahí no hay nada de eso en realidad: desde dentro, no hay ni hipotecas emocionales, esfuerzos idealistas ni nada que merezca admiración; sólo una corriente viva que discurre a su ritmo, aceptando las “servidumbres de lo cotidiano” que sean naturales, sin ocuparse de otra cosa que no sea promover el equilibrio y armonía de toda la vida que le rodea. Parecerá poca cosa pero, bien pensado, si uno está realmente en unión con toda la vida… ¿qué más podría hacer falta?

sábado, 10 de mayo de 2008

Tormenta de ideas taoísta

Estamos en mayo y, tal como anunciaba el servicio meteorológico, llevamos dos días sumidos en una bienvenida borrasca de primavera, con lluvia insistente acompañada a ratos de un gran vendaval. Miro por la ventana y veo cortinas y columnas de lluvia que barren el paisaje como si de un tren de autolavado se tratara; pero luego miro dentro y veo manchas de humedad en las juntas de las ventanas y charcos de agua bajo las puertas, donde se ha filtrado empujada por las ráfagas de aire. Como un viejo galeón destartalado, la masía bicentenaria de Can Catarí hace agua por varios sitios bajo la tormenta. Y en esas estoy cuando me acuerdo de unas líneas de una reputada traducción del Daodejing:

Exprésate por completo,
y luego calla.
Sé como las fuerzas de la naturaleza:
cuando sopla, sólo hay viento;
cuando llueve, sólo hay lluvia;
cuando las nubes pasan, sale el sol.

Un momento, pienso: ¿qué está pasando aquí? ¿Acaso Laozi no sabía que la lluvia y el viento pueden ocurrir a la vez? ¿Vivía quizá en un microclima especial en el que ambos fenómenos nunca iban de la mano? ¿O es que el traductor se ha dejado llevar por una idea que le suena bonita pero que no corresponde a lo que escribió Laozi? Eso sería una pena, porque este tipo de trapacería deja al maestro taoísta y a su obra en muy mal lugar a ojos de cualquiera que tenga un mínimo sentido crítico.

En casos de duda como éste, ya se sabe: lo mejor suele ser acudir a las fuentes en vez de aceptar sin más lo que te cuentan otros. Bien, pues eso hago; busco la versión en chino del capítulo 23, recurro a los diccionarios y... ¿qué me encuentro? A primera vista, elementos parecidos pero que conforman un cuadro muy diferente. Aquí lo transcribo tal cual, en el estilo lo más crudo y pedestre posible, como los pieles rojas de las películas cuando parlamentan con el rostro pálido de turno, para dar una impresión de la textura del original:

parco palabra natural(mente)
instancia flotar/subir viento no terminar mañana
aguacero no terminar día
quién en esto agente
Cielo Tierra

Eso es todo: sintético como un telegrama, pero lleno de posibilidades. Esta evidencia sorprendente sugiere que la escritura china representa el mundo de forma muy distinta a la nuestra: como si fuera a brochazos, por decirlo de alguna manera, en vez de con una malla bien tupida y entrelazada. Sabemos que el Daodejing es especialmente parco y hermético a ese respecto; podríamos decir incluso que traducirlo se parece a elaborar un plato de cocina usando una receta que sólo te da los ingredientes pero ninguna instrucción sobre cómo combinarlos. En este caso, sin embargo, se ve que el traductor se ha tomado bastantes libertades en su trabajo, omitiendo ideas y añadiendo otras de cosecha propia.

Tampoco es de extrañar, y no sólo por la extraordinaria “apertura” del texto; casi parece como si entre los traductores del Daodejing hubiera una competición por ver no quién se acerca más a la verdad, sino quién acuña la versión más sugerente y capaz de inspirar arrebatos de ensoñación mística oriental a base de crear misterio donde no lo hay e incurrir en obviedades e incoherencias con tal de que parezcan reflejar alguna polaridad sutil del mundo. Y todo, para luego acabar naufragando en un modesto charco de agua bajo una puerta...

Lo curioso es que Laozi ya avisó de ese peligro, pero nadie parece haber reparado en ello. Y ¿qué es lo que dijo al respecto?

¡Ah!... Gran sorpresa. Viejo maestro terminar obra así:

fiable palabra no hermosa
hermosa palabra no fiable

Lector moderno mejor tomar nota.

Paz.

jueves, 1 de mayo de 2008

La única devoción que cuenta


“Cuando hayamos muerto, no busquéis nuestra tumba en la tierra; encontradla más bien en los corazones de los hombres”.

Así reza el epitafio que señala la tumba de Mawlana Yalal ad-Din Rumi, poeta, místico y santo sufí, fundador de la orden de los derviches giróvagos. En realidad, pensándolo bien, poco importa quién lo haya dicho: si es acertado, tanto da que haya sido Aristóteles o Mortadelo. Así que dejo de lado los exóticos nombres del autor, las etiquetas sobre su filiación y méritos religiosos y, por último, la ironía de que la frase esté grabada precisamente en el sepulcro de Rumi, para que todos los que lo visiten, incluidos los que llegan ahí tras una ardua peregrinación, se den cuenta de que han buscado donde no era... Aquí hay una gran verdad.

La devoción a la figura histórica del Buda Shakyamuni también es un aspecto prominente del budismo en aquellos países asiáticos de cuya cultura ha formado parte desde hace siglos; igual que en el caso de Rumi, a veces esa devoción se plasma en forma de suntuosos despliegues materiales y adoración de masas. Es algo que puede sorprender visto desde Occidente, adonde han llegado sobre todo las escuelas más aplicadas y menos religiosas del Dharma (usando estos términos en sentido relativo, a falta de otros mejores), y que parece justificar que se le considere al budismo simplemente como otra religión más.

De hecho, hay aspectos de esa devoción popular asiática, como la práctica de venerar supuestas reliquias del Buda guardadas en grandes túmulos llamados estupas, que nos pueden resultar chocantes en un sistema tan declaradamente sobrio y natural en sus principios, y que enseguida traen a la mente correspondencias con nuestro entorno católico –y no precisamente con sus manifestaciones más ilustradas. Quizá esta evolución sea un destino común e inevitable en las enseñanzas sagradas cuando se alían con el poder político, se convierten en oficiales y extienden su influencia a todas las capas de la sociedad; después de todo, no todo el mundo tiene la misma manera de manejarse en estas aguas, y hay muchas personas a las que las vías que exigen una mente rápida, abierta y flexible sencillamente no les van.

Más allá de sus avatares políticos, y en respuesta a la variedad de temperamentos humanos, en el budismo sí que hay sitio para la devoción –por ejemplo, en la escuela llamada Tierra Pura, centrada en la figura del Buda Amitabha; pero, al igual que en otras vías como el Chan o el Mahamudra, también ahí hay que comprender bien lo que se hace para no caer en la simple repetición de fórmulas o gestos huecos con la esperanza de que surtan efecto en virtud de algún poder mágico que desconocemos. En todos los caminos es fundamental ir a la esencia y apartar la hojarasca acumulada durante siglos; pero quizá en ninguno sea mayor el riesgo de apegarse a los aspectos secundarios y ornamentales que en la vía devocional. Casi parece como si el propio Buda fuese consciente de este riesgo, a juzgar por las palabras que le dirigió a su ayudante Ananda poco antes de morir:

Entonces [en su lecho de muerte] el Bienaventurado le dijo a Ananda: “Ananda, estos dos árboles de Sal están completamente en flor, aunque no es la época del año. Riegan y esparcen sus flores sobre el cuerpo del Tathagata [Buda] y con ellas le hacen aspersiones como homenaje. Las flores del ceibo celestial están cayendo del cielo... Del cielo está cayendo polvo de sándalo celestial... En el cielo suena una música celestial... En el cielo se entonan cantos celestiales, en homenaje al Tathagata. Pero no es ésta la medida de cómo se le adora, honra, respeta, venera y rinde homenaje al Tathagata. Más bien el monje, la monja, el seguidor o seguidora laica que sigue practicando el Dharma [las enseñanzas] de acuerdo con el Dharma [la ley universal o Dao], que sigue practicando con maestría, que vive según el Dharma; ésa es la persona que adora, honra, respeta, venera y rinde homenaje al Tathagata mediante el homenaje supremo. Así deberíais entrenaros: `Seguiremos practicando el Dharma de acuerdo con el Dharma, seguiremos practicando con maestría, viviremos según el Dharma´. Así es como deberíais entrenaros”.

Construir grandes estupas no está al alcance de cualquiera; afortunadamente, tampoco es que haga mucha falta. Lo que cuenta es sintonizar tu vida con el Dharma o Dao; parafraseando a un santo cristiano, podríamos decir: “Sigue el Dharma y haz lo que quieras”, porque si de verdad sigues el Dharma harás lo que es natural y correcto en cada circunstancia (lo cual incluye, por supuesto, corregir los posibles errores que vayas cometiendo).

Si llevas el Dharma en tu corazón, eso es un monumento más valioso que cualquier túmulo que puedas erigir sobre la tierra, no importa lo impresionante que parezca, porque entonces habrás rescatado la semilla del Dharma de su hibernación libresca y ritualizada y la habrás plantado en la única tierra fértil que se conoce donde puede brotar, dar fruto y perpetuarse, en beneficio de todos los seres.