lunes, 28 de abril de 2008

Primavera en Can Catarí

Ya han vuelto los ruiseñores a Can Catarí. Hace una semana que el valle se ha llenado de sonidos musicales de lo más variado –trinos, gorjeos, silbidos, todo lo que te puedas imaginar. Casi parece como si la naturaleza hubiera diseñado estos pájaros para experimentar todas las posibilidades de la voz alada y llevarlas incluso unos pasos más allá. Por lo menos, esta tribu voladora sigue plenamente dedicada a ello, llenando el espacio desde la mañana hasta bien pasada la medianoche con una polifonía despreocupada de voces similares pero nunca repetidas ni disonantes entre sí, aunque cada una vaya a su aire, y a pesar de que a veces el cuco e incluso las gallinas del vecino ladera abajo insisten en sumarse al concierto. Es como si cada inflexión de este canto fuera una sorpresa para el propio ruiseñor y como si esa sorpresa, mezcla de asombro y alegría, aumentara a su vez el deleite del canto espontáneo, desplegado con suma liberalidad. Quien lo haya oído quizá me entienda, aunque unos pocos instantes de escucha en vivo y en directo lo explicarían mejor que cualquier palabra; es algo mágico.

Salgo luego a pasear y veo que el retoño de ginkgo que el maestro Shan-jiàn rescató hace años de un contenedor de basura y plantó aquí arriba ya ha echado un montón de hojas, y sigue valientemente empeñado en sobrevivir a pesar del profundo corte que tiene en la base, que le deja en una situación bastante precaria frente a los golpes y las infecciones. Aún no le he oído quejarse de su suerte; sigue adelante, haciendo lo que le es natural, sin lamentarse por su pasado ni preocuparse por su futuro, viviendo lo mejor que sabe momento a momento. La verdad, qué lecciones de dignidad nos dan los seres vivos; con qué naturalidad aceptan la vida y la muerte... Es algo que me trae a la mente unas líneas de Whitman:

Creo que podría irme a vivir con los animales, son tan plácidos y contenidos,
me paro de pie y los contemplo largo y tendido.

Ellos no sudan de ansiedad ni se quejan de su condición,
No yacen en vela en la oscuridad llorando por sus pecados,
No me ponen enfermo debatiendo sobre sus deberes hacia Dios,
Ni uno está descontento, ni uno está trastornado por la demencia de poseer cosas,
Ni uno se arrodilla ante otro, ni ante ninguno de su especie que vivió hace miles de años,
Ni uno es respetable ni infeliz en toda la faz de la Tierra.

Entro a continuación en un blog budista y veo la larga lista de comentarios que ha suscitado una entrada en la que el autor hablaba de sus dificultades para mantener la postura clásica de meditación y de las soluciones que ha ido probando: un batiburrillo de cálidas adhesiones, dudas compartidas y ásperas reprimendas en múltiples conversaciones cruzadas. Ay ay ay, ¡vaya manera de explicarse, corregirse y atacarse unos a otros! Y eso que se supone que el budismo es un camino sereno y amable, que todos reconocen que no son maestros ni han despertado aún y que la entrada en sí era de lo más inofensivo... En fin, una buena ilustración del potencial explosivo de las palabras y de lo fácil que es, entre los que aún no hemos cruzado a la otra orilla, generar con la mínima chispa una conflagración de egos como la de este círculo vicioso de ataques y justificaciones, en donde las puntualizaciones sobre lo que cada uno ha dicho, ha dejado de decir, o ha querido decir no hacen más que generar una discusión interminable en la medida en que cada uno intenta quedar por encima de los demás: una situación en la que cualquier aportación, por bienintencionada que sea, no hace más que avivar el fuego. Con razón los maestros antiguos decían que las palabras eran como zarzas y enredaderas; cada vez me resulta más evidente la sabiduría del dicho de Buda que figura al final de este blog:

Estar apegado a algún punto de vista y menospreciar otras perspectivas como si fueran inferiores -a esto los sabios lo llaman una cadena.

Dejemos las lecciones a los maestros. Hasta que haya aprendido a brotar naturalmente como el ginkgo, que sigue con sus hojas al viento, y haya encontrado mi voz natural como los ruiseñores, que no han dejado de cantar en todo este tiempo, lo mío es cruzar el río... en balsa, a nado, vadeando de pie, a gatas o arrastrándome: como sea, pero cruzarlo de verdad. Hay una enorme necesidad de la voz vigorosa de quienes han recobrado su propia naturaleza.

viernes, 18 de abril de 2008

Cuidado con los deseos...

Aunque uno nunca puede estar seguro con las traducciones, se me antoja un poco cuesta arriba aprender el persa literario del siglo XIII, mezclado con el turco y griego de la época en Anatolia, para leer a Rumi ("el romano") en su idioma original -una de las desventajas que tiene no ser inmortal y disponer de tiempo limitado.

Caveat lector: así traduzco yo lo que traduce un poeta americano de lo que se supone que compuso Rumi:

¿Quién hace estos cambios?
Disparo una flecha hacia la derecha;
cae a la izquierda.
Cabalgo tras un ciervo y me veo
perseguido por un cerdo.
Maquino para obtener lo que deseo
y acabo en la cárcel.
Cavo hoyos para atrapar a los demás
y me caigo dentro.

Debería sospechar
de lo que quiero.

miércoles, 16 de abril de 2008

Más allá de los caminos trillados (2/2)


El derrocamiento del “yo” de su condición de centro del universo, dueño y señor de nuestra vida, encuentra un paralelismo ilustrativo en la sucesión del día y la noche. Igual que el ego, el sol es tan dominante que se erige en protagonista absoluto del cielo diurno; en su apogeo, ningún otro astro compite con él en tanto que su irradiación hace opaca la atmósfera y la reviste de azul. Pero esa bóveda tan encantadora, ese “cielo protector”, es en cierto sentido una ilusión óptica. En realidad, el cielo no es azul; eso un efecto pasajero que hace de pantalla y nos oculta otra visión distinta. A medida que el sol se inclina hacia el horizonte, la intensidad de su luz disminuye y podemos empezar a ver lo que hay detrás que, en un sentido muy pedestre, es más real que el cielo de día: el espacio insondable punteado de estrellas, planetas, galaxias y demás cuerpos celestes que se trasluce tras el ocaso –la evidencia de un universo mucho más vasto que nuestros dominios habituales, que antes no veíamos porque el esplendor del sol nos ocultaba su existencia.

Esa constante noche interestelar es doblemente cercana a cómo experimentamos la realidad por otro motivo. Aunque vemos las estrellas todas a la vez, igual que experimentamos las cosas de golpe y sin sensación de retraso, sabemos a ciencia cierta que lo que estamos viendo es una ficción. ¿Por qué? Porque la luz se toma su tiempo para recorrer el espacio y los astros que vemos de noche están tan lejos de la Tierra que su luz ha tenido que viajar durante muchísimo tiempo para alcanzarnos; sabemos, por ejemplo, que la luz del Sol tarda unos ocho minutos en llegar a la Tierra, de manera que, por mucho que nuestros sentidos nos digan lo contrario, nunca vemos al Sol tal cual es, sino únicamente tal como era hace ocho minutos. Igualmente, en ningún caso estamos viendo las estrellas en tiempo real, sino sólo la luz que proyectaron en nuestra dirección hace millones de años; en algunos casos, es posible incluso que estemos viendo la luz antiquísima de estrellas que ya han dejado de existir.

Si ahora tomamos esa circunstancia y la multiplicamos por el número de cuerpos celestes que vemos desde la Tierra, situados cada uno a diferente distancia de ella, tendremos una imagen más aproximada de lo que captamos cuando contemplamos el cielo nocturno: un inmenso caleidoscopio espacial que se convierte en una macedonia temporal mareante cuando te das cuenta de que estás viendo algo que en realidad no existe: la reunión panorámica en un solo instante de cómo eran, en momentos completamente dispares entre sí, cada una de las estrellas que vemos, cuya luz nos llega irradiada desde lugares y tiempos completamente asimétricos: por decirlo de manera descriptiva, un mosaico simultáneo de cápsulas de luz de antigüedad variable. Eso mismo, nítidamente puesto en evidencia a escala cósmica, es lo que ocurre con nuestra experiencia de la realidad.

“Bueno”, se me dirá, “¿y qué?” La verdad es que este descubrimiento no parece tener aplicaciones prácticas inmediatas, más allá de aclarar que todo es ilusión; y si todos respondemos a la misma ilusión, ¿qué importa eso? Pero sí que importa, en un sentido doble: primero, porque al reconocer que todo es ilusión se establece una base firme para reducir el deseo y apego –dos sólidas garantías de sufrimiento mental– a los contenidos de esa ilusión; segundo, y más significativo, porque cobra más relieve el potencial del Dharma de abrirte a una experiencia donde ese contenido ilusorio es mínimo y donde, según los maestros, se puede tocar la esencia del ser humano –el estado primordial.

Es cierto que, tanto antes como ahora, la inmensa mayoría prefiere quedarse bajo el amable cielo protector del ego; unos pocos van más allá y toman contacto con las estrellas; otros, menos aún, llegan más allá de las estrellas para ver cómo la mente mueve el mundo –como la figura del grabado, enfrentada a las grandes ruedas que, según el modelo aristotélico, regían las esferas celestes del universo. Pero sólo unos pocos han ido incluso más allá de esas ruedas, a la región donde desaparece la mente, y luego han vuelto para decir no sólo que ese viaje es posible, sino que es lo mejor que puedes hacer con tu vida.

Ahí es donde nos invita a ir el Dharma: fuera de los patrones establecidos, lejos de cualquier idea o experiencia que podamos tener sobre quiénes somos o qué es la realidad, a un encuentro con la verdad desnuda, sin miedo, sin expectativas y sin mente. A cada uno le toca comprobar si lo que proclama es cierto.

Más allá de los caminos trillados (1/2)


Algunos místicos que han alcanzado cierta liberación de las cadenas del ego afirman que, en comparación con la libertad que ellos han descubierto pero que es común a todos en potencia, los humanos actuamos por el contrario como si fuéramos animales en cautividad que desde su nacimiento han crecido en un recinto cerrado –una jaula que es sumamente eficaz porque es invisible: sólo existe en nuestra mente, en forma de condicionamiento social. En ese espacio reducido damos vueltas en círculos volviendo una y otra vez sobre nuestros pasos, repitiendo constantemente, aunque las apariencias apunten a lo contrario, el limitado arsenal de sensaciones, emociones y pensamientos con que nos hemos equipado en nuestro breve tránsito por el planeta. Por mucho que nos esforcemos, todas nuestras experiencias tienen un sabor parecido, pero esa rutina entre barrotes nos proporciona comodidad, porque es poco exigente; seguridad, porque nos cubre las necesidades básicas a la vez que ayuda a eliminar sorpresas y amenazas imprevistas; e incluso un cierto sentido de pertenencia, porque vemos a cientos o miles de personas más que dan vueltas como nosotros en jaulas parecidas a las nuestras. En estas condiciones, las barreras físicas se vuelven superfluas: una vez internalizada la mansedumbre, lo más probable es que nos neguemos a abandonar nuestra jaula incluso aunque la puerta se abra de par en par. Para bien y para mal, somos animales de costumbre.

El Dharma y el Dao enseñan de manera inequívoca que las palabras no tocan la verdad. Pero hay más: ni siquiera nuestras experiencias corrientes son fidedignas. Todo es ilusión. Debido a cómo funcionan los sentidos humanos (y la mente es otro sentido más, el sexto), sabemos que siempre hay filtros entre el mundo de “ahí fuera” y lo que solemos llamar “yo”; esto, que la psicología budista ha sostenido durante siglos, es algo que también ha confirmado la fisiología moderna. Hablando en términos figurados, la distancia que nos separa de la realidad exterior es insalvable por la distorsión que crea nuestra percepción. Más aún: no es sólo que los sentidos deformen la información cruda que nos llega desde fuera; es que en el fondo nunca respondemos a esa información en tiempo real, sino en diferido, con retraso según nos llega rebotada desde la memoria a la cognición que la interpreta. Creemos que estamos volcados hacia el mundo exterior pero, en un sentido muy fisiológico, somos como los individuos de la caverna de Platón: no vemos más que los segmentos de realidad que recoge la pantalla interna de nuestra mente, mezclado con los contenidos de la memoria que más en consonancia estén con los estímulos que llegan de fuera. Todo es ilusión –una ilusión moldeada, suplementada y levemente retardada en su paso por nuestro aparato sensorial. Cuando a eso le añadimos las palabras e interpretaciones cognitivas, solidificamos aún más nuestro exilio de lo que es.

La conclusión, chocante quizá pero inevitable, es que nos pasamos la vida obnubilados a la realidad, obedeciendo a los ecos un tanto fantasmagóricos que su influjo suscita en nuestra mente en combinación con los contenidos de nuestra memoria. Gran parte de la meditación que desarrolló el Buda llamada vipassana estaba orientada a poner de manifiesto esta circunstancia. No es ninguna sorpresa por tanto que tampoco la idea de “yo”, ese amasijo de estímulos e impulsos de diversa índole, resistiera al análisis minucioso de sus componentes que le aplicó Buda; el nombre que le dio a esta ausencia de núcleo sustancial y permanente que caracteriza a todos los fenómenos de este mundo de ilusión fue anatta. Pero eso sólo es la mitad de la historia; la otra cara de estas afirmaciones en apariencia ominosas es que hay una gran verdad del ser humano que aparece una vez han caído las medias verdades.

Aunque lo hayas amado como a ti mismo,
Como un ser de barro más puro,
Aunque su marcha apaga el día
Y le quita el encanto a todo lo vivo,
Que lo sepa tu corazón:
Cuando los semidioses se van,
Llegan los dioses.

viernes, 4 de abril de 2008

Los Budas de pegote

Por casualidades de la vida, ayer mismo me topé, una tras otra, con dos muestras clamorosas de la vulgarización del budismo a manos de la publicidad.

De camino a ver a un amigo, pasé primero por delante de un restaurante-bar de copas que ha abierto recientemente con el anglófono nombre de “Buddha & Go!”, aprovechando como presumible caladero de clientes la nueva explanada que las obras del AVE han creado enfrente del local. No sé muy bien qué pinta el Buda ahí ni qué quiere decir esa extraña consigna, pero para que no haya duda de que no es un error los dueños han colocado en la terraza exterior un cartel con una cita del Dhammapada: “La victoria del que se ha conquistado a sí mismo ni siquiera los dioses la pueden convertir en derrota”. Bueno, pues gracias por intentar aclararlo, pero sigo sin ver la conexión; será una señal de los tiempos, pienso, que intenta seguir la estela de productos de éxito como el “Buddha Bar” parisino y otras imitaciones. Sin embargo, no deja de extrañarme el abuso de señuelos pretendidamente seductores para promocionar productos o negocios que van radicalmente en contra de lo que simbolizan sus nombres; en ese sentido, me choca tanto esta parafernalia comercial pseudo-budista como lo haría, pongamos por ejemplo, encontrarme con el matadero municipal “San Francisco de Asís”, la residencia de ancianos “Peter Pan” o el burdel “Virgen del Perpetuo Socorro”.

Luego llego a casa de mi amigo y, tras saludarnos, veo que me muestra con una sonrisa nada inocente uno de los catálogos de moda que le han dejado en el correo: “Colección XYZ primavera 2008: el glamour del Zen”. No doy crédito. Para empezar, nada más contrapuesto al glamour que el Zen de verdad, el de los antiguos maestros chinos, que tenían aproximadamente el mismo glamour que una piedra del campo cubierta de musgo. Pero es que, además, tanto el catálogo como la ropa que muestra son absolutamente ramplones, la típica promoción al por mayor de grandes superficies que tiene casi tan poco de glamour como de Zen. Es verdad que hay mucho cachondo mental suelto por ahí, capaz de las manipulaciones más inverosímiles y desvergonzadas, pero esto ya cae en lo cutre... Señores publicistas: hay que currárselo un poco más, hombre.

Es evidente que nada de esto tiene remedio y tampoco es cuestión de rasgarse las vestiduras clamando contra la corrupción del siglo; la gente seguirá poniéndose hasta las orejas de alcohol bajo la tutela de Budas publicitarios de pegote y buscando un falso encanto mediante el consumo distintivo de mercancías exóticas. Entonces, ¿qué se puede aprender de todo esto? Muy fácil: la vigencia de un truco ya muy viejo que sigue dominando las estrategias de colocación de productos apoyándose en el perro de Pavlov –el experimento que reveló cómo la mente funciona por asociación, de manera que la simple aparición de un estímulo, neutral primero y luego vinculado repetidamente a una experiencia agradable, era capaz de precipitar cambios fisiológicos en anticipación de la experiencia (en ese caso, secretar saliva).

Por burdo que parezca, desde hace tiempo se sabe que el ser humano es susceptible al mismo condicionamiento, y hay cientos de miles de personas empleadas en el sector de la publicidad con el fin de replicar en nosotros el mecanismo que se disparaba en el perro, implantando en nuestra mente asociaciones placenteras que nos lleven a realizar un gesto bien distinto, menos babeante pero más útil para engrasar la máquina de la sociedad de consumo: llevarnos la mano a la cartera y sacar los billetes con alegría. Como rezaba irónicamente la obra de una artista conceptual norteamericana, “Cuando oigo la palabra “cultura”, saco mi talonario”. Da igual que la asociación sea falaz; sólo hay que tener cuidado de que la ficción sea lo suficientemente sutil como para escapar a nuestro juicio crítico. En el caso del “glamour Zen”, vaya... creo que se han pasado; pero eso no es más que un fracaso entre una oleada de productos que nos cuelan a diario con tácticas similares. ¿Cuántos anuncios de coches, por ejemplo, los presentan con el reclamo de la libertad, avanzando solos por la carretera en simbiosis con un paisaje espectacular (“¿Te gusta conducir?”), en vez de tal cual los vamos a experimentar en la vida real: metidos en un tráfico espeso, rodeados de otros conductores impacientes, frustrados y de mal gas, que se niegan a ceder el paso o nos regalan los oídos con su melodioso cláxon? ¿Qué proporción de la vida del coche transcurre en una y otra circunstancia? En el fondo, esa “libertad” que promete el coche recuerda más bien a los trucos que usaban algunos médicos para distraerte cuando eras niño justo antes de pincharte con la jeringuilla; para cuando querías darte cuenta, ya te la habían clavado. Ambos son una forma de anestesia.

Una persona que estuvo en Haití hace años cuenta que, siendo como era un país pobrísimo, la gente comía sobre todo arroz, y poco más. En los restaurantes, los que se lo podían permitir tomaban el arroz con pescado; los pobres, arroz a palo seco. Pero había una tercera opción: por un poco más de dinero que el menú básico, primero se servía el arroz y luego un camarero pasaba por delante de la mesa con la bandeja del pescado y levantaba la tapa para que los comensales pudieran olerlo brevemente mientras daban cuenta de su humilde plato. Arroz blanco al aroma de pescado en tránsito; cruel, pero cierto.

Volviendo a lo nuestro, el budismo tan extendido como gancho comercial me causa esta misma impresión de ser un ambientador sugerente para excitar la fantasía mental y camuflar la realidad del rancho diario que exige la satisfacción de las tres identidades... a menudo, mientras quienes lo han puesto ahí te intentan ablandar y exprimir la cartera al abrigo de las cálidas brumas opiáceas de Oriente. Como siempre, cada uno es dueño y señor de hacer lo que prefiera, incluso si quiere dejar al Dharma reducido a un aroma pasajero que condimenta el arroz cotidiano lo suficiente para engañar al estómago. Lo que ya sería más lamentable sería que quienes sí quieren el menú completo, y están dispuestos a aplicarse en ello, se quedaran clavados en la sección de los que se contentan con perfumes evocadores, creyendo que no hay otra cosa o que hace falta pedir permiso a alguien para unirse al banquete en el está disponible toda la sustancia y el sabor del Dharma; porque, al contrario que las exiguas raciones de proteínas de esos merenderos antillanos, el Dharma no hay que racionarlo ni reservarlo para los pudientes. Como dijo el Buda,

Miles de velas se pueden encender a partir de una sola vela,
y aun así la vida de esa vela no se verá reducida.

La felicidad nunca disminuye al compartirla.